Manifiesto de Balmaceda
1 de enero 1891
MANIFIESTO DE S.E. EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA A LA NACIÓN ¹
Según señala el señor Jorge Nuñez en el libro “1891. Crónica de la Guerra Civil” (2003):
“La noche anterior fue jalonada por algunos voladores y nada más. Nadie, al parecer, esperaba nada bueno del año que llegaba, señala Fanor Velasco, funcionario de la Cancillería que llevaría un acucioso «diario» en los meses venideros.
Ese día en la tarde, Balmaceda recibe una veintena de amigos en La Moneda y declara que «tiene la conciencia de haber cumplido su deber y de haber hecho todo lo posible por no llegar a la situación presente»
Complementariamente a lo anterior, según relatan los señores Fernando Bravo Valdivieso, Francisco Bulnes Serrano y Gonzalo Vial Correa en el libro titulado “Balmaceda y la Guerra Civil” (1991):
“El país amaneció así, el 1º de enero de 1891, en una situación irregular, pero todavía no propiamente inconstitucional. No existiendo presupuesto aprobado, Balmaceda arrostraba la imposibilidad jurídica de hacer ningún pago fiscal. Aunque lo hiciera, sin embargo, le cabía disculparse con las exigencias impostergables del bien público, y quizás la oposición aceptara –momentáneamente- la disculpa, dando tiempo para un arreglo de último minuto. El caso ya se había visto, el año 1887 y otros. Pero si el Presidente declaraba su voluntad de saltarse la falta de Presupuesto, gatillaría una respuesta opositora equivalente en calibre y graves consecuencias al desafío recibido.
Balmaceda se había resuelto por el último camino, y lo manifestó ese mismo día mediante una declaración formal y escrita, que circuló de diario en diario y de mano en mano, como reguero de pólvora.
En aquella declaración, justificaba el rumbo que se proponía tomar invocando, desde luego, los precedentes, pero además sentando su firme creencia de que el Congreso, vía la ley de presupuestos y las demás llamadas periódicas (como la que fijaba las fuerzas de mar y tierra, vencida también el 31 de diciembre de 1890), no podía imponer su voluntad sobre la presidencia”.
Parte I
Hoy día 1o de enero de 1891, me encuentro gobernando a Chile en las mismas condiciones que durante todo el mes de enero y parte de febrero de 1887; sin ley de presupuestos y sin que se haya renovado la ley que fija las fuerzas de mar y tierra. Todos los Presidentes desde 1833 hasta la fecha, con excepción de uno solo, hemos gobernado la República durante años, meses o días, pero siempre por algún tiempo, sin ley de presupuestos y sin la que fija las fuerzas de mar y tierra.
Nadie había creído hasta este momento que los Presidentes constitucionales de esta nación culta y laboriosa, nos hubiéramos convertido en tiranos o dictadores, porque en los casos de omisión voluntaria, negligencia u otro motivo, para cumplir el Congreso con el deber constitucional e ineludible de concurrir oportunamente a la formación de las leyes de presupuestos y que fijan las fuerzas de mar y tierra, continuaremos, en obedecimiento a un mandato fundamental y expreso de la Constitución, administrando el Estado y extendiendo nuestra autoridad a todo cuanto tiene por objeto la conservación del orden público en el interior, y la seguridad exterior de la República.
Los artículos 50 y 72 de la Constitución dicen así:
“Art.50. Un ciudadano con el título de Presidente de la República de Chile administra el Estado y es el jefe supremo de la Nación”.
“Art.72. Al Presidente de la República está confiada la administración y Gobierno del Estado; y su autoridad se extiende a todo cuanto tiene por objeto la conservación del orden público en el interior y la seguridad exterior de la República, guardando y haciendo guardar la constitución y las leyes”.
Por estas prescripciones se radica en el Presidente de la República toda la suma de autoridad constante y necesaria para asegurar el sosiego social, la conservación del orden y de la seguridad exterior de la República.
El artículo 28 de la carta dice:
“Sólo en virtud de una ley se puede:
“2o Fijar anualmente los gastos de la administración pública;
“3o Fijar igualmente en cada año las fuerzas de mar y tierra que han de mantenerse en pie en tiempos de paz o de guerra.
“Las contribuciones se decretan por sólo el tiempo de dieciocho meses, y las fuerzas de mar y tierra se fijan sólo por igual término”.
Para la formación de la ley de presupuestos y la que fija las fuerzas de mar y tierra, deben concurrir el Presidente de la República, el Congreso y el Consejo de Estado. No son estas leyes de atribución exclusiva del Congreso y, en consecuencia, no puedo éste, sin faltar a sus elementales deberes, frustrar un mandato constitucional, que afecta a los fundamentos mismos sobre que descansan los poderes públicos. Tampoco puede el Congreso frustrar el cumplimiento de este deber por el Presidente de la República, porque en la formación de las leyes que interesan a la seguridad y administración del Estado, cada poder debe cumplir oportunamente las obligaciones impuestas para el funcionamiento regular de las instituciones.
Esta es la índole y esta la letra de la Carta Fundamental.
La Constitución de 1833 fue el triunfo definitivo del partido conservador que la sancionó, sobre el partido liberal que había promulgado la de 1828. Bajo el imperio de esta Constitución se desquició la República, por cuanto ella se anticipó, con su exceso de descentralización y de libertades, al progreso y a la situación social y política de la época.
No pensaron jamás los constituyentes de 1833 que, para dominar al Presidente de la República o absorber la dirección y el Gobierno del Estado, pudiera una mayoría del Congreso frustrar la oportuna aprobación de las leyes constitucionales, y perturbar así el orden público, excitar las pasiones políticas y engendrar la anarquía.
El Presidente Prieto fijaba los propósitos de los autores de la Constitución de 1833, dirigiéndose a los pueblos en los siguientes términos:
“Despreciando teorías tan alucinantes como impracticables, sólo han fijado su atención en los medios de asegurar para siempre el orden y tranquilidad pública contra los riesgos de los vaivenes de los partidos a que han estado expuestos. La reforma no es más que el modo de poner fin a las revoluciones y disturbios a que daba origen el desarreglo del sistema político en que nos colocó el triunfo de la Independencia. Es el medio de hacer efectiva la libertad nacional, que jamás podríamos obtener en su estado verdadero mientras no estuviesen deslindadas con exactitud las facultades del gobierno y se hubiesen opuesto diques a la licencia”.
Si la Constitución de 1833 tuvo por objeto capital, robustecer vigorosamente el principio de autoridad y concentrar en el Poder Ejecutivo la suma necesaria de poder para aniquilar las revoluciones y la licencia, no se concibe como se pretende anular al Presidente de la República de poder activo en pasivo, sujeto a la voluntad de un poder irresponsable y con derecho para negar las leyes sobre las cuales reposan la vida, el crédito y la estabilidad de las instituciones.
No se pueden dictar leyes sin el asentimiento del Jefe de Estado, porque éste tiene por los artículos 35, 36 y 37 de la Constitución la facultad de vetarlas parcialmente o en forma absoluta. No puede entonces sostenerse por el Congreso que en el ejercicio de sus atribuciones legislativas pueda imponer al Presidente la dirección y el gobierno de Chile, porque esta pretensión es inconciliable con las prerrogativas del jefe de la Nación e incompatible con la libertad, la independencia y la responsabilidad de los poderes constitucionales de Chile.
Las atribuciones del Congreso sobre el Poder Ejecutivo son meramente fiscalizadoras, de crítica o de acusación de los ministros durante el tiempo de sus funciones y hasta seis meses después; o de acusación al Presidente de la República cuando haya concluido su período legal.
Estas son las armas que la carta ha puesto en manos del Congreso para contener los abusos del Presidente y sus ministros. Pero no puede deducirse de aquí la pretensión extraordinaria de paralizar la marcha constitucional, de atentar contra el ejército y la armada, o contra la administración pública, porque el Presidente no abdica el derecho de nombrar libremente a sus Ministros, o porque no se somete a los designios de la mayoría legislativa.
Ni en la sesión ordinaria ni en la prorrogada del septiembre, ni en la extraordinaria de octubre, se aprobaron las leyes de presupuestos y que fijan las fuerzas de mar y tierra. Se clausuró el Congreso en octubre, es verdad, pero por motivos que expondré en el orden de las ideas y los hechos que me propongo enunciar.
No he convocado después al Congreso, porque en el ejercicio discrecional de mis atribuciones más privativas, debía convocarlo según el juicio o el criterio que yo formara acerca de la actitud que asumiría la mayoría parlamentaria.
Esta actitud ha sido conocida de todos.
En nombre de un pretendido régimen parlamentario, incompatible con la República y el régimen popular representativo, que consagra la Constitución, se ha querido, por causas exclusivamente electorales, adueñarse del gobierno por Ministros de la confianza de la mayoría del Congreso.
En la prensa y en actos oficiales de la coalición, se ha declarado en términos los más perentorios, que la mayoría del Congreso tiene el derecho de no cumplir con el deber constitucional de aprobar oportunamente las leyes que afectan a la existencia misma del Estado, y que puede precipitar a Chile a la revolución y a la anarquía, si el Presidente no le entrega por Ministros de su confianza la dirección y el gobierno de la Nación.
Ni como chileno, ni como jefe de Estado, ni como hombre de convicciones podía aceptar el rol político que pretendía imponerme la coalición parlamentaria.
La mayoría del Congreso ha podido infringir la Constitución, dejando sin aprobación las leyes de presupuestos y que fijan las fuerzas de mar y tierra; ha podido excitar al Ejército a la desobediencia de sus jefes jerárquicos, y estimular al pueblo indiferente o desdeñoso, a que emprenda la revolución para salvarlo de la situación moral y política a la que le han precipitado sus errores; ha podido decir que el Presidente de la República empuña la dictadura, porque no se ha sometido a la dictadura parlamentaria, y porque no ha entregado las riendas del gobierno a los mismos que lo vituperan y desnaturalizan sus actos y propósitos; ha podido en sus desvíos, proclamar la revolución en el palacio de las leyes. Pero ni sus omisiones voluntarias, ni las agresiones que han cubierto de oprobio el recinto de sus sesiones, ni las irregularidades creadas a los servicios nacionales, me excusan de cumplir inexorablemente con el deber constitucional impuesto a mi mandato por los artículos 50 y 72 de la Constitución.
No puedo dejar, ni por un solo instante, de administrar el Estado y conservar el orden público y la seguridad exterior de Chile.
Tengo el deber de observar y hacer observar la Constitución. Porque estoy dispuesto a observarla y no entregaré a mis conciudadanos a la anarquía; y porque debo hacerla observar, no aceptaré jamás que el Congreso desconozca mis atribuciones o se arrogue la soberanía o tome el título de la representación del pueblo, porque esta sería una infracción del artículo 150 de la Constitución, que el mismo artículo califica de sedición.
No ha cumplido la mayoría del Congreso ni ha tenido la voluntad de cumplir el deber constitucional de aprobar las leyes de presupuestos y de las fuerzas de mar y tierra. Ha librado las instituciones a los azares de una situación excitada por círculos personales divididos entre sí, con doctrinas opuestas, con distintos caudillos, con ambiciones diversas, y en todo caso irresponsable.
Si a juicio de la mayoría del Congreso, su omisión deliberada para la aprobación de leyes que afectan a la vida nacional, crea el Presidente de la República un estado de cosas irregular, no por eso tiene nadie en Chile, ni los poderes públicos, el derecho de provocar la revolución.
Aún en el presupuesto que sean imputables al jefe de la Nación los desvíos de la mayoría del Congreso, no puede proclamarse la revuelta. La Constitución ha contemplado el caso de que el Presidente de la República o sus Ministros infrinjan la Constitución y las leyes, y para esta eventualidad ha previsto en los artículos 74, 83, 84, 85, 86, 87, 88, 89, 90, 91 y 92, el modo y forma en que únicamente puede hacerse responsable al Presidente y a los Ministros.
Todo otro procedimiento es atentatorio y revolucionario.
En obedecimiento a la Constitución debo administrar el Estado y mantener el orden interior y la seguridad exterior de mi patria, y en consecuencia conservaré el ejército y la armada y pagaré los servicios que constituyen la vida social y la existencia misma de la República.
____________________________________________________
¹ Fuente: Diario Oficial de la República de Chile. Año XV. Santiago, viernes 02 de enero del año 1891. Edición N° 4.075.
Parte II
Es conveniente examinar en sus rasgos más generales y comprensivos los antecedentes de esta hora verdaderamente histórica.
Elegido Presidente en 1886, procuré el acuerdo patriótico de todos los miembros de la familia liberal dividida; sobre la base de una sola dirección política, de una misma doctrina y de unos mismos procedimientos. Era también base de esta política el más perfecto respeto al partido conservador.
Nunca se hicieron esfuerzos más perseverantes por la unificación del partido liberal. Olvidé las violencias de pasadas luchas, y llamé al ejercicio del gobierno a todos los liberales que combatieron mi exaltación al mando supremo. Los nacionales declararon públicamente, por sus representantes en el gobierno que ingresaban a las filas del partido en las condiciones comunes a todos sus miembros. Los liberales sueltos aceptaron también la política de unificación y declararon que en lo sucesivo se considerarían como individualidades del partido liberal.
Pasaron las elecciones de 1888, y ya constituido el Congreso, se produjo en el ministerio, con motivo de una crisis parcial, un desacuerdo ruidoso entre nacionales y sueltos. Después de elegidas las Cámaras resultó que los nacionales habían quedado nacionales, y una parte de los sueltos volvió a ser lo que antes habían sido. Desde ese instante no fue posible organizar ministerio que asegurase la quietud del partido liberal. Los nacionales se excusaron de tomar parte en el Ministerio que sucedió al que renunció en abril de 1888, y principiaron nuevamente y por esta causa las querellas y los recelos de los círculos personales. Toda la obra de unificación de 1886 y de 1887, se comprometió al fin por simpatías o antipatías personales entre los diversos grupos parlamentarios. Durante año y medio los círculos liberales batallaron entre sí como enemigos naturales e irreconciliables.
Mi condescendencia para corregir estos errores y servir a la unión de todos los liberales, me llevó hasta la organización del Ministerio de octubre de 1889. En él di representación a cinco partidos liberales, con caudillos y dirección diversa, y habiendo llegado a formarse uno de estos partidos con sólo cuatro Diputados y cuatro Senadores.
Mas no por esto hubo acuerdo en el Ministerio de octubre, ni en los círculos del Congreso que representaba. Algunos de los partidos liberales acordaron en enero del año que acaba de expirar bases de Convención para designar el candidato del partido liberal a la Presidencia de la República, con prescindencia del partido que tenía mayor representación numérica en el Congreso y de los liberales más caracterizados de las provincias; y sin delegados departamentales, para dar, por este medio, a los círculos santiaguinos la solución del problema electoral, con manifiesto olvido de los principios sustentados por el partido y del respeto debido a la opinión general del país.
La ruptura de los partidos liberales se hizo pública, y tuvo manifestaciones odiosas en la Cámara de Diputados produciéndose por esta causa la crisis de enero anterior. Jamás el desborde de la palabra y de la prensa tuvo caracteres más violentos y oprobiosos. Se quiso concluir con el respeto debido a las autoridades y levantar a la mayoría parlamentaria como la sola soberana, como la única digna de la adhesión de los chilenos.
Al abrirse el Congreso en 1o de junio último, don Enrique S. Sanfuentes, haciendo acto de caballero y de patriota, asumió el ministerio del interior y declaró en el Congreso y fuera de él que su pretendida candidatura a la presidencia, quedaba eliminada irrevocablemente. Llamó a todos al acuerdo generoso y honrado, ya que se daba como única causa del desacuerdo del partido liberal, la supuesta candidatura oficial.
Pero nada oyeron los que no querían oír.
El Ministerio del señor Sanfuentes fue violentamente censurado antes de ser oído en ambas Cámaras. No hubo el respeto, ni la libertad de defensa, ni siquiera la cortesía que la Cámara de Diputados dispensó siempre a los representantes del Ejecutivo. Fue necesario abandonar el recinto del Congreso, con la tristeza que producen los errores que menoscaban el prestigio moral y la autoridad de los poderes constituidos.
La coalición parlamentaria suspendió en julio el cobro de las contribuciones, haciendo de esta ley de vida nacional un arma ofensiva que fue esgrimida en forma que no lo ha sido jamás por ningún Congreso del mundo.
Terminado el conflicto por la renuncia del Ministerio Sanfuentes y la organización del presidido por el señor Prats, levantó este sobre los combatientes la bandera de neutralidad política que a todos favorecía igualmente.
La política de neutralidad fue observada fielmente.
Los partidos se organizaban y emprendían los trabajos que pudieran alentar a los propios adeptos. Pero la política de neutralidad envolvía un serio peligro para una parte considerable de la coalición parlamentaria. No tenía ésta adhesiones apreciables sino en señaladas poblaciones, carecía de pueblo que la sustentara, y por más numerosa que fuese en el Congreso, no tenía posibilidad de sostener la situación que anhelaba bajo el imperio de la neutralidad proclamada.
Por esto la mayoría del Congreso entorpeció la aprobación de la ley que fija las fuerzas de mar y tierra; y por esto se manifestó en los círculos, y aún a miembros del Gobierno, que sólo se darían los presupuestos mensualmente, y que la desconfianza se mantendría en todo su vigor mientras no tuviera influencias más positivas en la dirección del Gobierno.
El Ministerio del señor Prats no luchó, ni quiso luchar, y sacudido al fin por los recelos de la mayoría parlamentaria, a la cual no podía satisfacer sino rompiendo la neutralidad en daño del partido liberal que en todas las horas difíciles venía sosteniendo al gobierno, dimitió.
Por sugestión patriótica de este ministerio y por el propio y muy vivo deseo de hacer el último esfuerzo para la pacificación del Congreso y la unión de todos los liberales, propuse por medio de los respetables caballeros, señores don Enrique S. Sanfuentes, Aníbal Zañartu y don José Tocornal, la convención única para designar candidato a la Presidencia de la República.
Manifesté que las bases de la convención debían ser discutidas y acordadas por los partidos; pero que yo me permitía expresar a todos el deseo de que la convención no tuviera programa para que pudieran concurrir a ella los conservadores, ya que estaban unidos por íntima amistad y consorcio con los nacionales, los radicales y los liberales sueltos; y solicité, por fin, que el número de votos necesarios para proclamar candidato fuese de dos tercios, de tres cuartos, o de cuatro quintos, o de cuanto se quisiera, siempre que por el número de votos se comprobase la imposibilidad en que el Presidente de la República quedaría para influir en la designación del candidato. No podía hacer más.
Si la causa ostensible del desacuerdo político era la suposición gratuita de que yo sostenía y amparaba un candidato oficial, esa causa desapareció en forma absoluta, desde el momento en que ofrecí a la coalición, con previo asentimiento del partido liberal que me venía prestando concurso, que fijara ella la cuota de votos que necesitara para designar candidato, aceptando de antemano, el número que se juzgase necesario para destruir toda la influencia oficial, y que me asegurase, por esto mismo, la quietud del gobierno por el tiempo que aún quedaba a mi mandato constitucional. No concibo qué otro medio más eficaz ni qué prueba más concluyente podría haber dado de mí respecto a la opinión de todos, y de mi voluntad de aceptar la resolución de los partidos y de concluir mi gobierno en paz.
Pero la Convención única aconsejada por el Ministerio del señor Prats, aceptada y sostenida por mí en forma tan satisfactoria para la coalición, fue acogida por un instante y rechazada al día siguiente.
¿Sobrevino acaso la vacilación entre los numerosos aspirantes a la Presidencia en las filas de la coalición, o comprendieron la anarquía a que podían ser arrastrados por las ambiciones de sus propios caudillos? ¿O la convención única y la designación del candidato con prescindencia oficial eran cuestiones subalternas, porque la principal sino la sola y única cuestión era adueñarse de las influencias oficiales que tanto se impugnaban?
Los hechos hablan con poderosa evidencia.
Se rechazó la Convención única y se pidió la organización ministerial.
Si se hubiera aceptado la convención única, se habría organizado una segunda, libre ya de sugestiones odiosas, un ministerio de todos los partidos, que desde el gobierno diera a todos ellos garantía de mi imparcialidad y prescindencia electoral. Pero no se quería la solución tranquila y respetuosa entre los poderes públicos, ni la prescindencia electoral del gobierno sino el dominio incondicional y absoluto del Congreso.
Accedí, sin embargo, a los deseos de la coalición y formé una combinación ministerial, en la cual figuraban don Zorobabel Rodríguez, por los conservadores, don Manuel Amunátegui, especialmente relacionado con sueltos y radicales; don Darío Zañartu, tan íntimo amigo de los nacionales como de los liberales adheridos a estos y los señores Claudio Vicuña, Lauro Barros y Fernando Lazcano, personas de la más perfecta honorabilidad, y cuyos antecedentes y rectitud de espíritu eran prenda de paz para amigos y adversarios.
Esta combinación fue rechazada por los partidos de la coalición, como había sido antes rechazada la convención única.
La situación quedó definida.
Se quería que abdicase o que me sometiese a la coalición parlamentaria.
Y para llegar más rápidamente a estos resultados extremos se había acordado por la comisión respectiva de la Cámara de Diputados y por la coalición, el desafuero del Consejero de Estado señor don Gabriel Vidal. También se acordó reformar el reglamento de la Cámara de Diputados, con el objeto de que sólo hubiera plazos fatales para votar los gastos fijos del presupuesto, dejando los variables al éxito incierto de discusiones indefinidas. Se resolvió, por fin, acusar al Ministerio de mayo, no obstante haberse desechado en agosto la proposición de acusación. No se quería convención única, ni Ministerio de acuerdo y de respeto entre los Poderes Ejecutivo y Legislativo: se quería hacer imposible el gobierno y arrojarme del puesto para que me eligieron mis conciudadanos, por los mismos que se decían elegidos Senadores y Diputados por mi intervención oficial en 1888, y a muchos de los cuales había cubierto de honores y de beneficios.
Por honor, por deber, por convicción íntima de lo que es y debe ser el gobierno de Chile, y por qué se me provocó a un duelo irrevocable, clausuré el Congreso y arrostré toda entera la responsabilidad de los acontecimientos.
Era de esperar que la coalición se hubiera dado un instante de reposo para dar cabida a inspiraciones más equitativas, a la reflexión y al tacto con que deben proceder los políticos que tienen ambiciones legítimas y razonadas. Pero la coalición se lanzó a la Comisión Conservadora.
En ella se acordó quebrantar la constitución y la ley, dando participación en sus debates a personas extrañas a ellas. Se nombraron comisiones de intervención electoral para que recorrieran campos y departamentos, y estas comisiones fueron formadas por los mismos interesados en la contienda electoral, y por personas sin derecho para figurar en la Comisión Conservadora. Se resolvió funcionar sin quórum legal. Se han dictado resoluciones arbitrarias y opuestas a las doctrinas sustentadas oficial y públicamente por los mismos miembros de la comisión. Se han empleado todas las armas de combate, y se ha hecho del palacio del Congreso un recinto de los más deplorables extravíos políticos.
Esta decadencia política ha autorizado alianzas personales y de intereses en las cuales han zozobrado las ideas y la filiación mínima de los partidos.
Las exigencias del momento arrastraron a los liberales a la diminuta fracción conservadora del Congreso, y delante de ellas plegaron banderas y fueron a sostener al lado de los caudillos conservadores, ideas enteramente contrarias a las que como liberales habían sostenido en materia electoral y sobre todo en orden al régimen municipal. Los mismos que habían combatido a los caudillos y a las ideas conservadoras, se presentaron unidos al partido conservador y sosteniendo calurosamente todo lo contrario de lo que como liberales habían sostenido pocos meses antes en el Gobierno y en el Congreso.
La ley electoral que liberales de oposición y conservadores prepararon en otoño último fue aprobada en términos abiertamente inconstitucionales.
Muchos Senadores suplentes cuyo mandato expiraba en este año, se lo prorrogaron por tres años más, por obra propia y a favor de las dificultades políticas producidas en aquellos momentos. Se resolvió acumular departamentos para la elección de Diputados, contra la inteligencia constante dado el precepto fundamental por los políticos de Chile durante cincuenta y siete años. Se acumularon provincias para la elección de los senadores, resolviendo el Congreso de 1890 todo lo contrario de lo que por votación expresa resolvió sobre la materia el Congreso que hizo la reforma constitucional.
En la práctica la ley ha probado la absoluta falta de estudio y de experiencia de sus autores. Es un cúmulo de errores y de imprevisiones que hube de aceptar para no suscitar dificultades a la política de neutralidad proclamada por el Ministerio del señor Prats.
En lo que se refiere al proyecto de ley de Municipalidades, puede afirmarse que en el orden constitucional de un país y contemplada su condición social, política y económica, no se ha elaborado jamás un proyecto con disposiciones más extrañas ni que pruebe más evidentemente la falta de ciencia, de observación práctica, de respeto a la Carta que rige los destinos de la nación, a la justicia económica y a la conveniencia nacional. Fue aquel un proyecto de ley de circunstancias, sobre el cual, por intereses políticos del momento, llegó a acordarse casi por todos, una ley contraria a la convicción de todos.
No carecen los liberales de la ciencia y de la experiencia necesarias para formar claro concepto de aquella obra singular; pero la necesidad de mantenerse unidos a los conservadores para impugnar al partido liberal y someter al Presidente de la República, les ha hecho olvidar sus convicciones y su pasado y ponerse incondicionalmente al servicio de la diminuta fracción del partido conservador en el Congreso.
Es necesario reconocer que en todas estas evoluciones el verdadero interés público ha caído a los pies de los que sostienen el predominio de la coalición parlamentaria. Así sucedió también en agosto cuando la coalición pretendía que el Estado perdiera los seis u ocho millones de pesos que importaban las contribuciones no pagadas durante los cuarenta y cuatro días que la misma coalición suspendió arbitrariamente su cobro.
Así zozobraban las buenas ideas, la sana doctrina, la prudencia, la moderación y el patriotismo con que siempre deben ser contemplados los grandes problemas sociales o políticos del Estado.
Se ha dejado entre tanto perecer en los archivos del Congreso los proyectos de ley que presenté para mejorar los sueldos del ejército y la armada, del poder judicial, de los empleados de aduanas y las tesorerías fiscales, y de la instrucción pública. Tampoco se han aprobado las leyes sobre la caja de ahorros para los empleados públicos, de previsiones, de agua potable, de construcciones de desagües para las grandes poblaciones, de ferrocarriles para Putaendo, Nacimiento, Cerrillos de Ovalle, y tantas otras dirigidas al progreso y al bienestar público.
Toda la política de la coalición ha estado dirigida en la última época a demoler las instituciones y a apoderarse del gobierno de la Nación.
Sólo así se explica la alarma esparcida para agitar los espíritus porque la mayoría del Congreso no ha cumplido con el deber de aprobar las leyes de presupuestos y que fijan las fuerzas de mar y tierra.
Es de todos conocido el hecho de que todos los presidentes de Chile, menos uno, han gobernado por algún tiempo sin ley que fije las fuerzas de mar y tierra.
Lo mismo ha sucedido con la ley de presupuestos.
Hubo algún tiempo durante la administración Prieto, en la cual no hubo ley de presupuestos.
En los años de 1848, de 1850 y 1851 de la administración Bulnes, las leyes de presupuestos fueron promulgadas después del 1 de enero.
En la administración Pérez la ley de presupuestos de 1864, se promulgó el 19 de enero, la de 1867 el 8, la de 1869 el 2, la de 1870 el 16, la de 1871 el día 10 del mismo mes. Así que en cinco años de la administración Pérez se gobernó por algún tiempo sin ley de presupuestos.
En la administración Errázuriz la ley de presupuestos de 1872 se promulgó el 11 de enero, la de 1873 el 4, y la de 1876 el 3. De manera que el señor Errázuriz se encontró también por algún tiempo en situación idéntica a la del señor Pérez.
Durante todos los años de la administración Pinto, la ley de presupuestos se dictó con posterioridad al día 1 de enero. En 1877 se promulgó el 27 de enero, en 1878 el 21, en 1879 el 21, en 1880 el 6 y en 1881 el 25 del mismo mes.
En 1882 la ley de presupuestos se promulgó el 13 de enero, en 1883 el 22, en 1884 el 19, en 1885 el 23 y en 1886 el 9 de febrero, o sea cuarenta días después del 1 de enero. El señor Santa María gobernó hasta por más de un mes sin ley de presupuestos.
Por último, el 14 de febrero de 1887 promulgué la ley de presupuestos, siendo Ministro de Hacienda don Agustín Edwards. De modo que yo he gobernado Chile durante cuarenta y cinco días sin ley de presupuestos.
Nunca por estos hechos fuimos calificados de tiranos o de dictadores los Presidentes de Chile.
Pero veamos cuál es la dictadura que se me enrostra y cuál es toda la cuestión del gobierno que me ha creado el Congreso, omitiendo el cumplimiento de sus deberes constitucionales.
Toda la cuestión es esta:
1. Se paga o no sus sueldos al Ejército y a la Armada y el servicio de la deuda pública y las construcciones navales.
2. Se paga o no sus servicios a los treinta mil empleados públicos y a los cuarenta mil obreros ocupados en las construcciones de ferrocarriles, caminos, puentes, escuelas, liceos, cárceles, templos, puertos y tantas otras que hacen el engrandecimiento de Chile.
Para pagar al ejército y a la armada, aunque la ley tenga una duración de un año, la Constitución ha dicho que se decreta por el tiempo de dieciocho meses, y estos vencen a fines de junio próximo.
En cuanto al pago de los empleados públicos y a los obreros ocupados en las construcciones fiscales, no los dejaremos sin pan. No arrojaremos de sus honradas tareas a millares de hombres y de familias que viven prestando sus servicios al Estado. Debiendo, en cumplimiento estricto de mandatos imperativos de la Constitución, administrar el Estado y guardar el orden interior y exterior de Chile, no entregaremos al ejército y a la armada a la miseria, ni a los servidores de Chile a la desesperación. Son ellos la garantía del orden, de la paz pública y de la vida social.
Puede haber irregularidades en la administración pública, por haber frustrado la mayoría del Congreso la aprobación de las leyes constitucionales que más interesan al mantenimiento de las instituciones; pero la mayoría del Congreso no tiene el poder de derribar la constitución, ni de aniquilar el Poder Ejecutivo, como no tiene el derecho de excitar a la anarquía y proclamar la revolución.
Parte III
Nace este conflicto de poderes, no sólo de las exorbitantes pretensiones políticas de la mayoría del Congreso, sino de un profundo error de concepto y de criterio.
“El Gobierno de Chile es popular representativo. La soberanía reside esencialmente en la nación que delega su ejercicio en las autoridades que establece esta Constitución”.
No obstante, el sentido claro e incontrovertible de este precepto de la Constitución política, se sostiene por la coalición que el gobierno de Chile es parlamentario, que el Congreso es el único soberano, él sólo a quien corresponde fijar anualmente las fuerzas de mar y tierra y los presupuestos de gastos públicos.
No es efectivo que sólo al Congreso corresponda fijar las fuerzas y los gastos públicos, como se ha establecido perentoriamente por la Comisión Conservadora. Las leyes de presupuestos y las que fijan las fuerzas, no son de atribución exclusiva del Congreso. Son, por el contrario, leyes en cuya formación concurre igualmente el Poder Ejecutivo. Se necesita del concurso del Ejecutivo y del Congreso, y como los deberes que la Constitución impone a ambos poderes son iguales, no puede el Congreso, en nombre de un régimen parlamentario que no autoriza la Carta, frustrar la aprobación de leyes fundamentales para la conservación del Estado y de la paz pública.
Lo he dicho ya: la crítica parlamentaria razonada y patriótica, o la acusación al Presidente y a sus Ministros, en la forma que autoriza la constitución, es el solo medio de ejercer el Congreso su acción fiscalizadora. La negativa de las leyes de donde el Estado deriva su existencia es sencillamente la dictadura del Congreso sobre el Poder Ejecutivo o la revolución.
El régimen parlamentario que sostiene la coalición es incompatible con el gobierno republicano. El régimen parlamentario es la transacción del gobierno monárquico con las ideas republicanas. República y gobierno parlamentario son ideas que se excluyen dentro de la ciencia y la experiencia del derecho público moderno.
El gobierno parlamentario supone un monarca irresponsable, vitalicio y hereditario. El jefe del Poder Ejecutivo en el gobierno parlamentario es práctica y efectivamente el ministerio que tiene la mayoría parlamentaria y que gobierna a su nombre. Y cuando el monarca se encuentre en desacuerdo con el parlamento, tiene el derecho de disolverlo, apelar a las urnas y gobernar en seguida con la mayoría del pueblo que representare la soberanía.
El gobierno de la República se hará por un jefe y ministros responsables con mandato temporal y elegido el Presidente, lo mismo que el Congreso, por el pueblo. El jefe del Poder Ejecutivo, prácticamente y por la Constitución es el Presidente de la República. No puede suponerse en el gobierno de la República ni pudieron suponerlo los legisladores de 1833, que a más del derecho de crítica y de acusación al Presidente y los Ministros, hubiera de frustrar la aprobación de las leyes que constituyen la vida pública, como un derecho que se derivara de una Constitución que tuvo por fin capital extirpar las revoluciones y poner diques a la licencia.
Si fuera cierto que el propósito de los constituyentes de 1833 hubiera sido el de reconocer al Congreso la facultad de dictar o no, según fuere su criterio político, las leyes que aseguran la existencia misma de la República, lo habrían así establecido. No lo hicieron porque ese no fue su espíritu. Por lo mismo que consagraron el régimen representativo, con poderes independientes y responsables, no otorgaron al Congreso la facultad de frustrar la aprobación de las leyes constitucionales, como no otorgaron al presidente de la República la facultad de disolver al Congreso y apelar al pueblo, si sobrevenían desacuerdos que ellos no previeron, ni autorizaron en su obra de reorganización y robustecimiento del principio de autoridad en Chile. Es verdad que el espíritu de imitación del régimen parlamentario monárquico europeo, ha inducido a muchos a creer, durante algún tiempo, que convenía en la práctica el régimen parlamentario. Por esto he procurado durante más de tres años, sin omitir esfuerzos, la armonía con el Congreso, la unificación del partido liberal y el constante concierto entre los poderes públicos.
Esfuerzo estéril. El aliento dado al pretendido régimen parlamentario, ha roto al fin, la armonía con el Poder Ejecutivo, y creyéndose el Congreso el sólo soberano y el primero de todos los poderes, ha olvidado los respetos debidos al Jefe del Estado, ha pretendido sojuzgarlo y se ha creído, aplicando las reglas extremas de los gobiernos parlamentarios monárquicos, con derechos para no aprobar las leyes más esenciales, violando el régimen representativo consagrado por la Constitución vigente, y desconociendo los fueros y las prerrogativas del jefe de la Nación.
Si el Congreso lograra dominar al Poder Ejecutivo, y hacer las leyes y ejecutarlas, habríamos penetrado resueltamente en el campo de la tiranía y de la dictadura. No teniendo el Presidente la atribución extraordinaria, en caso de desacuerdo o de omisión de las cámaras en el cumplimiento de sus deberes, de disolverlas y apelar al pueblo, sancionaríamos, aceptando el predominio parlamentario, la soberanía incondicional y absoluta del Congreso, y durante el tiempo de su mandato, por lo mismo, que no podría ser disuelto, del Congreso, sobre el pueblo.
Parte IV
En sesenta días más el pueblo de Chile habrá elegido sus representantes y habrá pronunciado su veredicto, justiciero y final.
Han querido las circunstancias, que el actual Congreso no pueda funcionar por derecho propio, y que en breve el pueblo se pronuncie sobre el conflicto producido. Esto es lo que sucede en los países con gobiernos parlamentarios.
Aún conviene dejar constancia de que el conflicto que se me ha creado no tiene por fundamento ninguna de estas causas intensas y profundas, que comprometan el prestigio de las relaciones exteriores, o que afecten a cuestiones de carácter verdaderamente nacional o popular.
Arregladas en condiciones altamente satisfactorias, las numerosas y valiosísimas reclamaciones internacionales, derivadas de la última guerra, cancelando los certificados representativos de los establecimientos salitreros que teníamos en nuestro poder, terminadas las gestiones de los acreedores con títulos contra el Perú por más de treinta y dos millones de libras esterlinas, y defendida en toda circunstancia, con moderación y energía, la integridad de nuestra honra y de nuestro derecho, nada podría invocarse en nuestras relaciones internacionales que no contribuyeran a robustecer y acrecentar el prestigio de Chile.
El crédito económico de la república ha alcanzado en el extranjero el nivel de las primeras naciones. Se han ejecutado todas las obras públicas con las rentas ordinarias, porque el sobrante en arcas es todavía superior al producido del empréstito para la construcción de los ferrocarriles. Se han suprimido diversas contribuciones, y disminuido las que afectan a los consumos. Se ha extinguido casi la deuda interior amortizable. Se han hecho construcciones higiénicas, de instrucción y reproductivas en toda la República y en todos los ramos de la administración. Se ha aumentado en proporciones considerable el armamento del ejército y la armada. No se ha perseguido a ninguno de mis conciudadanos.
Mis labios han estado sellados y no se han desplegado contra mis adversarios.
He sido objeto de invectivas y violencia de todo género, y se me llama tirano y dictador por la prensa, que ha cruzado los límites de la libertad y llegado en su licencia a extremos a que no se llegó jamás en ningún país de la tierra.
Promulgué sin observación las leyes de elecciones aprobadas por la coalición parlamentaria, preparadas y dirigidas a destruir todas las influencias del Poder Ejecutivo y a favorecer los intereses de sus autores.
He aceptado las soluciones razonables y que nos condujeran al concierto patriótico y a resolver por la voluntad del pueblo los graves problemas que nos dividían.
De estos hechos dan testimonio mis actos, y pueden darlo también los numerosos Ministros de Estado que se agitan en la coalición y que compartieron conmigo las honradas tareas del gobierno de la República.
Todas las industrias prosperan, hay bienestar general, y los obreros, en cuyos brazos he encontrado mis útiles cooperadores para las importantes y numerosas obras en actividad, tienen trabajo constante y bien remunerados.
Por esto es que el pueblo no se ha asociado ni se asociará a una obra que no es su obra, de meros intereses de círculo y de predominio del Congreso sobre el Poder Ejecutivo. Por esto es que las provincias y departamentos están tranquilos, y que son pocas las localidades en donde penetra el espíritu absorbente y avasallador de los círculos parlamentarios con asiento en la capital.
No se trata, pues de un conflicto nacional, ni de una lucha del Poder Ejecutivo con el pueblo, sino del Congreso, o sea de la coalición parlamentaria de la capital en contradicción con el Poder Ejecutivo.
Parte V
Estos antecedentes nos conducen a esta conclusión inevitable.
¿Nos gobernamos por el régimen popular representativo que establece el artículo 1 de la Constitución Política, nombro o renuevo a mi voluntad a los Ministros del despacho a virtud de la expresa autoridad que me confiere el número 6o del artículo 73 de la Constitución vigente, y conservo la libertad e independencia que en la estructura constitucional me corresponde como jefe responsable del Poder Ejecutivo, y con ministros igualmente responsables en la forma que prescriben los artículos 74 y desde el 83 hasta el 92 de la misma Constitución?.
¿O nos gobernamos por el régimen parlamentario que no autoriza ni sanciona la Constitución, incompatible con la República y la independencia de los poderes públicos, y me someto a los designios del Congreso como poder superior y soberano, y sólo nombro ministros de la confianza del parlamento, y acepto que pueda este paralizar la marcha de la administración pública y frustrar las leyes constitucionales, y declino con los ministros de la responsabilidad que procede de la libertad para el ejercicio de nuestras funciones en el Congreso que pretende el Poder Ejecutivo, y subordino mis actos a sus miras y a sus propósitos?.
A favor de las ideas que consagran el gobierno parlamentario se han desarrollado las ambiciones de la coalición; y en cumplimiento de mis deberes y en uso de mis prerrogativas constitucionales, opongo una resistencia indeclinable.
Gobierno representativo, o gobierno parlamentario.
Ese es el dilema.
Opto por el gobierno representativo que ordena la Constitución. Lo practicaré por mi parte, y lo haré practicar en obedecimiento al artículo 72 que me manda hacer guardar a todos la Constitución de Chile.
Se han enunciado las causas que me han obligado a clausurar el Congreso el 15 de octubre último. Esas causas se agravaron después, por la conducta precipitada de la comisión conservadora y por las explícitas declaraciones que se han hecho de que no se aprobarían las leyes de presupuestos y que fijan las fuerzas de mar y tierra, si no se cambiaba Ministerio, si no se reconocía en la práctica el régimen parlamentario y si no aceptaba el derecho del Congreso para imponer su política al Jefe de Estado por el derecho que se atribuye de frustrar las leyes constitucionales y paralizar o anarquizar la sociedad y la administración pública.
No habiendo cambiado la situación, y habiéndose hecho más seria y difícil después la convocatoria habría sido estéril, y en el instante en que he convocado al Congreso hubiera pretendido éste ejecutar actos en conformidad a sus ideas de gobierno parlamentario, habría tenido que clausurarlo de nuevo, ¡quién sabe en qué condiciones y con qué consecuencias!
Cuando los miembros del Congreso y de la Comisión conservadora proclaman la desobediencia a las autoridades y la revolución, no cumple a un jefe de Estado que debe prever y precaver los sucesos, levantar por acto propio, teatro y actores, para que se comprometan ligeramente los respetos sociales y políticos, la seriedad y la moderación que constituyen nuestras más honrosas tradiciones.
La ley que fija las fuerzas de mar y tierra fue aprobada por el Senado y retenida por la Cámara de Diputados. Ni durante la sesión ordinaria, ni en la prorrogada de septiembre, ni en el receso, ni en la sesión extraordinaria de octubre, ni después de clausurado el Congreso, se ha despachado el informe de la Comisión Mixta de Presupuestos. Este se ha concluido, ¡hecho que no se había realizado jamás!, hace cuatro días.
Esta actitud corresponde al propósito deliberado de no aprobar las leyes constitucionales sino cuando la coalición hubiere triunfado sobre el Poder Ejecutivo. Preciso es decirlo a la faz de la República entera: no triunfará con mi concurso.
No reconozco las pretensiones del Congreso y por eso no disuelvo el ejército y la armada, porque eso sería concluir con el orden público en el interior y con la seguridad exterior de Chile; ni dejaré sin remuneración a los servidores de Chile, porque eso sería concluir con la administración y el gobierno del Estado.
No soy desconocido de los chilenos, y se me llama, sin embargo, dictador.
Para que se me llamara dictador con justicia sería menester que hubiera usurpado el poder por medios ilícitos, que hubiera llegado al mando supremo en brazos del motín o de la revuelta, que me hubiera mantenido en la presidencia más tiempo de lo fijado a mi período constitucional, que hubiera aprovechado en provecho propio o de los míos las leyes y el orden establecido, que hubiera aprisionado ilegalmente los ciudadanos o que hubiera difundido el terror.
Pero no puede ser dictador el ciudadano que defiende las atribuciones y el poder que el pueblo le confió, que observa y hace observar la Constitución, que entrega sus actos a sus jueces constitucionales, y en la forma amplia de la Constitución lo autoriza, que se libra sereno y sin vacilaciones al veredicto que el pueblo habrá de pronunciar el 1 de marzo próximo, y que si se resiste las invasiones del Congreso y las excitaciones a la revuelta, no hace más que cumplir con obligaciones que emanan de la Carta y del honor inseparable de los elegidos por Chile para dirigirlo y preservarlo en las horas de tormenta y de prueba.
Se ha incitado al ejército y a la armada a la desobediencia y a la revuelta.
¡Empeño vano!
El ejército y la armada tienen glorias imperecederas conquistadas en la guerra y en la paz; saben que soy su jefe constitucional, que por el artículo 148 de la Constitución, son fuerzas esencialmente obedientes y que no pueden deliberar, y que han sido y continuarán siendo, para honra de Chile y reposo de nuestra sociedad, la piedra fundamental sobre la cual descansa la paz pública.
En pocos meses más habré dejado el mando de la República.
No hay ocaso de la vida política, ni en la hora postrera del gobierno de un hombre de bien, las ambiciones y exaltaciones que pueden conducir a la dictadura.
Se puede emprender la dictadura para subir al poder; pero no está en la lógica de la política, ni en la naturaleza de las cosas, que un hombre ha vivido un cuarto de siglo en las contiendas regulares de la vida pública, emprenda la dictadura para dejar el poder.
No tengo ya honores que esperar ni ambiciones que satisfacer. Pero tengo que cumplir compromisos sagrados para con mi patria, y para con el partido liberal que me elevó al mando y que hace al gobierno en conformidad a la doctrina liberal, sin alianzas ni abdicaciones, sin afectación y sin desfallecimientos.
La hora es solemne.
En ella cumpliremos nuestro deber.