La anterior constituye, sin duda alguna, una explicación lógica y bien articulada de los antecedentes de la guerra civil. Más aún: se ajusta a ciertos hechos, a aquellos que pudiéramos considerar externos y que se manifiestan en la superficie del acontecer. Sin embargo, hay en ella algunos defectos serios. Desde luego, presenta a Balmaceda desde un ángulo que no permite apreciar íntegramente su personalidad de estadista, ya que omite considerar la acción que realizó en el plano político desde su ascensión a la Presidencia de la República hasta el año 1888. Por otro lado, soslaya cuidadosamente toda referencia a los asuntos de orden económico y a las implicaciones que ellos tuvieron, y apenas se insinúan algunos de índole social. Tampoco contiene un análisis amplio de los componentes de la oposición antibalmacedista, que actuaron como promotores de la guerra civil. Finalmente, y como resultado de lo anterior, la naturaleza esencial del conflicto queda tergiversado de una manera flagrante.
1. Actuación política de Balmaceda.
La actuación pública de Balmaceda demuestra que él fue un convencido liberal; así quedó en evidencia mientras fue parlamentario, Ministro de Estado y Presidente de la República; de alta significación fue, en relación con esto, el papel que desempeñó al impulsar y defender las leyes civiles dictadas cuando fue Ministro del Interior en la Administración Santa María.
Es cierto que llegó a la Primera Magistratura a través de la intervención electoral. Pero, ¿no fue éste el medio por el cual llegaron a sus cargos todos los presidentes de Chile durante el siglo pasado? Y no sólo los presidentes, sino también la casi totalidad de los diputados y senadores. La norma política y las prácticas vigentes hicieron que éste fuera el camino regular para ocupar las magistraturas electivas. Este hecho no amengua, por tanto, la condición de político sinceramente liberal que poseyó Balmaceda.
Ahora bien: desde el Gobierno continuó impulsando una política inspirada en los preceptos del liberalismo y destinada a perfeccionar la organización institucional de Chile. Veámoslo:
a) Mediante reforma a la Constitución, se estableció el sufragio universal y se ampliaron las incompatibilidades parlamentarias. Además, se adoptó el voto acumulativo para las elecciones de diputados, senadores, electores de Presidente y regidores. Con estas medidas, además de ampliarse el derecho de sufragio, se ofreció a las minorías un medio expedito para que lograran o aumentaran representación en los cargos electivos. Balmaceda, promotor de estas leyes, fue objeto de calurosos y unánimes elogios; reveladores son los siguientes párrafos de un editorial que publicó «El Ferrocarril» el 10 de agosto de 1888:
«En presencia de esta reforma, puede hoy decirse sin metáfora, en honor y estricto homenaje de justicia al Presidente señor Balmaceda, que ha sabido encontrar inspiración en el alma de Washington o, lo que es lo mismo, en la convicción patriótica y desinteresada del hombre probo que anhela y busca la felicidad y la gloria de su país.
«Honor a la probidad política del Presidente de la República que sobreponiéndose a las sugestiones de toda ambición personal de poder, ha sabido ser fiel y consecuente a los principios de la profesión de fe con que se iniciara en su carrera política. El Presidente señor Balmaceda, en 1888, hace cumplido honor al publicista reformador y liberal de 1868. El país reconocido y justiciero aplaudirá hoy en el Presidente de la República, al inspirado tribuno del Club de la Reforma, y la fecha del 9 de agosto de este año pasará a ser en nuestra historia el más brillante título de la actual administración.»
b) Consecuente con su ideario político, Balmaceda participó de la tendencia que propiciaba el régimen parlamentario. A este respecto, en su primer Mensaje al Congreso, el año 1887, declaró: «Deseo la realización práctica del Gobierno parlamentario, con los partidos de ideas y organizados, que vivan de la discusión libre, de la fiscalización vigilante de los actos de los funcionarios públicos, del respeto y de la justicia recíprocos, del ejercicio pleno de sus derechos»;
c) Como un modo de avanzar en tal dirección, creando condiciones propicias para ello, Balmaceda puso gran empeño en terminar con el fraccionamiento del liberalismo; su gran propósito consistió en «reconciliar a la gran familia liberal». Para alcanzar este objeto, reorganizó en numerosas ocasiones el Ministerio, a fin de dar adecuada representación a los diversos grupos de esa filiación. En este sentido, el éxito más completo lo logró en junio de 1887, cuando organizó el Gabinete Zañartu-Amunátegui, en el cual estuvieron representadas todas las colectividades liberales;
d) Se dictó una ley relativa al nombramiento de jueces, con lo que se redujo considerablemente la intervención del Ejecutivo en la generación del Poder Judicial;
e) En 1887 se dictó la Ley de Municipalidades, que no obstante sus vacíos y defectos, era mucho más liberal que la vigente hasta esa fecha y que databa del año 1854, y
f) Los actos electorales que hubo bajo su mandato superaron netamente en pureza a cuantos se habían realizado bajo gobiernos anteriores, y si hubo incidencias que empañaran tal pureza, debe señalarse que gran parte de ellas fueron promovidas principalmente por muchos de los políticos que a partir de 1889 se proclamaron los apóstoles de la libertad electoral.
Esta somera enumeración de hechos -que son irrefutables- contribuye a diseñar el verdadero perfil de Balmaceda; ellos son suficientes para probar que él dio muestras de un liberalismo auténtico. Y esto no ocurría por una oportunista postura política divorciada de su pensamiento íntimo; así exteriorizaba, en su acción, sus más profundas convicciones. Estos hechos invalidan una porción substancial de las afirmaciones, según las cuales se hace de Balmaceda un político autoritario, que quiso revivir en su integridad el pensamiento de Diego Portales o la acción de Manuel Montt.
Ante la presión vigorosa de grupos que pugnaban por avasallar el Poder Ejecutivo, siguiendo móviles que no estaban inspirados sino en la circunstancial defensa de ciertos intereses económico-sociales, Balmaceda adoptó una posición que revelaba un profundo conocimiento de las condiciones en que se desenvolvía la vida política chilena y de las fuerzas que en ella operaban. Fue así cómo en 1890 planteó la necesidad de una reforma constitucional que permitiera una adecuación de las instituciones fundamentales al momento histórico existente; pasando por alto situaciones transitorias, él miró las cosas con criterio realista y previsor, llegando a sugerir una reconstrucción integral de nuestra organización política.
«El estado social, político y económico de la República -expresaba en el Mensaje al Congreso de 1890- ha cambiado profundamente desde 1833. Hoy necesitamos otras condiciones de vida pública, pues las leyes de otra edad se vuelven ineficaces o caducas.»
Recogiendo las fundadas críticas a la acumulación de poderes en el Presidente de la República y haciéndose eco y portavoz de generalizadas opiniones, en ase mismo Mensaje expresaba:
«Las atribuciones conferidas al jefe del Poder Ejecutivo, el debilitamiento y la iniciativa de las fuerzas locales por exceso de vigor en el poder central, la parte que al Ejecutivo corresponde en la formación del Poder Judicial, su influencia en la elección y funcionamiento del Poder Legislativo, la centralización administrativa y de las obras generadoras del progreso material, y la concentración de la vitalidad nacional en la capital de la República, han producido ya todos los bienes que podían derivarse razonablemente del Gobierno centralizado y de autoridad. Este orden de cosas levanta resistencias, embaraza nuestro progreso político y hace imposible el régimen descentralizado y de completa libertad que muchos anhelan y que considero la solución impuesta a nuestra previsión y patriotismo».
Tomando pie en esta razones, estimó que era preciso
«cambiar el sistema constitucional y emprender una reforma radical y completa».
Es decir, Balmaceda intentó superar el gran debate político de su tiempo; en vez de continuar la estéril lucha para determinar si la Constitución estatuía el régimen parlamentario o el presidencial y para imponer una u otra interpretación, colocó el problema en un punto de mayor trascendencia: la reforma de la Constitución de 1833.
Al adoptar esta posición, desestimó los criterios parlamentarista y presidencialista; a su juicio, cualquiera de los dos implicaba el avasallamiento de un poder del Estado por otro, creándose con ello factores de perturbación y conflicto. Sostuvo, en cambio, la tesis de la absoluta independencia de los poderes, a fin de que cada uno se desenvolviera responsable y eficientemente dentro de su propia esfera y sin estar amagado por perniciosas interferencias.
«Yo no acepto para mi patria -decía al Parlamento en 1890- la dictadura del Congreso, ni sostengo la dictadura del Poder Ejecutivo: quiero un régimen de libertad e independencia de los poderes públicos, en el cual cada uno de ellos pueda ejercer la plenitud de las atribuciones necesarias para sus funciones propias, pero sin invadir jamás los derechos del pueblo, ni la esfera de acción trazada legalmente a la actividad de los otros poderes.»
Todos los mecanismos establecidos en el proyecto estaban diseñados para llevar a la realidad las ideas enunciadas, para producir un avance genuinamente democrático y para asegurar el funcionamiento de organismos políticos provinciales y locales dotados de considerable autonomía.
Lo expuesto tiene apreciable significación; a la luz de ello, queda en evidencia que Balmaceda estuvo muy lejos de ser un Presidente autoritario, que se erigió como un obstáculo a la realización de reformas que implicaran una continuación de la trayectoria política seguida por Chile a lo largo de cincuenta años; por el contrario, estos hechos lo muestran en una actitud seria y consecuentemente propicia a la descentralización del Poder Ejecutivo y favorable a la evolución democrática del país.
Porque Balmaceda fue un liberal, es que contó con el respaldo del liberalismo hasta comienzos de 1889. Los diversos sectores o agrupaciones que participaban de esta corriente doctrinaria, aunque carcomidos entre sí .por rencillas de círculo o por rivalidades personales, cooperaban con su gestión gubernativa. Hasta esa techa ni la más leve sombra empañaba las relaciones del Presidente con el Congreso o los partidos; las dificultades políticas que se solían suscitar eran motivadas por conflictos de los partidos entre sí, más que de éstos con Balmaceda.
2. Oposición a la política económica de Balmaceda.
En los capítulos anteriores examinamos toda la acción realizada por el Gobierno de Balmaceda en el plano económico, destacando las orientaciones altamente innovadoras-revolucionarias casi- que ella poseía.
Señalamos también cómo los intereses dominantes en el país se opusieron decidida y enérgicamente a tal acción; el recelo con que veían los radicales cambios que se promovían en la estructura económica, debía traducirse necesariamente -y como es usual que ocurra- en una actitud que constituía el motor íntimo de la conducta observada por. los dirigentes de la política nacional. Recuérdese a este respecto un editorial .publicado en «El Ferrocarril» en 19 de junio de 1889 -citado ya en páginas anteriores-, en que se decía
«Este malestar de los intereses particulares que forma contraste con la exuberancia de un fisco rico y pródigo en dineros nacionales, tiene forzosamente que reflejarse en todas las manifestaciones de la vida política»,
es decir, tendría que influir tanto en los dirigentes de los partidos como en la posición de las diferentes colectividades frente al Gobierno.
Semejante reacción era, por lo demás, fácil de impulsar si se considera que en todos los partidos de la época, los terratenientes, los banqueros y los comerciantes desempeñaban los cargos de dirección cuando no eran sus únicos componentes. Así, el Partido Nacional era una
«fracción varias veces disuelta y reconstruida, sin afinidad de ideas con ningún partido, pero apto para ingerirse en cualquiera, porque amoldaba su credo y su conducta a las conveniencias del momento, importándole poco para medrar, con quien se aliaba o con quien combatía… « (1)
Al decir del ex Presidente Domingo Santa María, a esta agrupación le faltaba
«todo para ser partido y si no fuera por los dineros de Edwards, con los que compromete a muchos apurados, apenas tendrían palillos con que tocar la caja.» (2)
Los nombres de Edwards, Ross, Besa y muchos otros más, eran representativos de ese sector plutocrático que más tarde financió la guerra civil, prestando dinero a interés a la junta rebelde de Iquique, y en cuyas filas se reclutaron Ministros de Estado, senadores, diputados, consejeros de Estado, diplomáticos y altos funcionarios públicos.
El Partido Conservador representaba los intereses de la aristocracia terrateniente y del clero, es decir, de los elementos tradicionales de la sociedad chilena, cuya preponderancia radicaba en el dominio sobre la tierra y sobre los hombres modestos que en ella laboraban en calidad de humildes peones o inquilinos. También había en sus filas hombres ligados al comercio, a la banca y a la minería.
Las fracciones del Partido Liberal no eran más que grupos aglutinados alrededor de nombres como los Matte, los Vial, los Valdés, los Zegers y tantos otros, que ocupaban lugares prominentes en los diversos órdenes de la vida económica y que en defensa de sus específicos intereses económicos y sociales, se transformaron en decididos paladines de la libertad electoral, del parlamentarismo y… del régimen democrático.
El Partido Radical era una colectividad relativamente joven, constituida por la incipiente clase media y pequeña burguesía. Sin embargo, desde sus orígenes tuvo el carácter de una colectividad esencialmente burguesa, como que su plana mayor estuvo formada por acaudalados mineros, comerciantes y banqueros; en la Convención que esta colectividad celebró el año 1885, se destacaron los nombres de Manuel A. Matta, Enrique Valdés Vergara. Francisco Puelma Tupper, Enrique Mac Iver, Federico Varela, Antonio Alfonso, Juan Castellón, Rafael de la Sotta, Pedro Bannen, Frutos Ossandón, Abel Saavedra y tantos otros que eran exponentes de los sectores más poderosos de la plutocracia nacional. En este Partido, y por obra de los elementos mencionados, el arribismo y el oportunismo político desplazaron al avanzado doctrinarismo liberal que lo había caracterizado en sus primeros años; de esta manera, la dirección radical dio las espaldas a los intereses y aspiraciones del grueso de sus componentes, lo que contribuyó para que un grupo de jóvenes pequeño-burgueses, como Malaquías Concha, Avelino Contardo, Guillermo Feliú Gana, Rafael Castro y otros se separaran de él, formando, en 1887, el Partido Democrático.
El capital extranjero, dominado en su mayor parte por empresarios ingleses, estaba amenazado por los contornos antiimperialistas que tomaba la acción del Presidente Balmaceda. En otras páginas hemos señalado cómo estos elementos impulsaron la reacción a la política salitrera de Balmaceda y cómo tenían fundadas razones para tratar de impedir que se consumaran los planes que el Presidente había concebido en orden a restringir su influencia en el país.
Inhabilitados para actuar directamente en el campo político chileno, los capitalistas extranjeros buscaron y encontraron el apoyo de los más prominentes hombres públicos para la defensa de sus intereses. De este modo, radicales como Mac Iver, Bannen, Trumbull, liberales como Zegers, Eulogio Altamirano, Adolfo Guerrero, Marcial Martínez, Melchor Concha y Toro, Máximo R. Lira, y conservadores como Carlos Walker Martínez, Zorobabel Rodríguez y Luis Barros Méndez, actuaban entre los hombres que estaban al servicio de los magnates de la industria salitrera y fueron sus portavoces, tanto en los partidos políticos como en el Congreso y en las esferas del Gobierno.
Los vínculos de la oposición a Balmaceda con los empresarios británicos fueron tan sólidos, que en 1890, a raíz de la organización del Gabinete presidido por Belisario Prats, el Ministro inglés Kennedy informaba al Foreign Office -con indisimulado regocijo- que en Chile se había establecido un régimen parlamentario con «gran satisfacción del país y de las clases comerciales» (3). Completaba este informe con otro confidencial, que decía:
«Con referencia a mi despacho anterior de esta fecha, me aventuro a informar que el reciente cambio de Ministerio puede resultar en considerable ventaja para los intereses británicos en Chile. Los últimos Ministros eran simples sirvientes o portavoces del Presidente: carecían de conocimientos y de opiniones propias. El Presidente, que puede ser descrito como un hombre hábil pero fatuo, desde su ascensión al cargo ha mostrado gran hostilidad a los extranjeros y a las empresas extranjeras de este país.» (4)
De este documento se deduce que los ingleses, incluyendo su representación diplomática, llegaron a entender que en el cambio político y en el triunfo de la oposición antibalmacedista radicaba la única perspectiva favorable a sus intereses.
En resumen, los partidos políticos estaban manejados por todos los elemento económicos y sociales contra quienes estaba orientada la gestión gubernativa de Balmaceda. Es en esta conjunción de poderosos intereses donde debe encontrarse el fundamento de la oposición organizada a partir de 1889 con vistas a contener la decidida acción del Gobierno, o a volcarse para su propio beneficio.
3. Los componentes de la oposición antibalmacedista y sus móviles.
Es interesante observar que la oposición empezó a manifestarse justamente en los primeros meses del año 1889, es decir, en un momento altamente significativo en la historia de la Administración Balmaceda. El gran argumento que se esgrime es la candidatura oficial de Enrique Salvador Sanfuentes que -al decir de la gente de la época- se incubaba en la Moneda y rondaba por los claustros del Palacio con la consistencia mayor que la de un simple fantasma.
¿Existió tal candidatura? Según todas las apariencias, sí existió. Balmaceda, siguiendo las prácticas del siglo, tuvo sin duda alguna el propósito de entregar el solio presidencial a un hombre de su elección que -a su juicio- ofrecía ciertas garantías de continuidad en la obra que había iniciado.
Pero si prohijó una candidatura, la decisión fue fugaz. Su existencia provocó tal revuelo, conmovió tan profundamente a todos los sectores, que Balmaceda debió retroceder, esforzándose por anular los nocivos efectos políticos que ella había producido. Al proceder así, contó con la anuencia del propio beneficiado, quien hizo solemne e irrevocable renuncia a su posible postulación presidencial en mayo de 1890. Todavía más: para apaciguar a la oposición liberal que emergía, a lo largo del año 1889, organizó tres gabinetes e hizo tres reajustes ministeriales parciales, llegando incluso a constituir el Ministerio presidido por Ramón Donoso Vergara, que estaba compuesto de liberales desafectos a él y que en la opinión del diputado conservador Juan Agustín Barriga, no era
«otra cosa que una junta de vigilancia instalada en la Moneda para vigilar de día y de noche en torno de S. E. el Presidente de la República, temiendo acaso que entre las sombras de la escalera o por el ojo de la llave, o quizás por el resquicio de una puerta se deslice en el momento menos pensado la misteriosa figura de algún candidato que va a conferenciar secretamente con el dueño de casa.» (5)
Por fin, Balmaceda renunció de hecho a un posible propósito de imponer «su candidato», cuando propuso infructuosamente a todos los grupos liberales que se organizara una convención destinada a elegir una persona de filiación liberal que pudiera sucederle en el mando supremo; tales proposiciones fueron rechazadas so pretexto de defender la independencia de los partidos políticos.
No obstante todas estas manifestaciones de Balmaceda, que implicaban sincero desistimiento en el deseo de hacer tabla rasa de la libertad electoral, los grupos liberales continuaron imperturbable e implacablemente en su actitud opositora; ya no sólo tuvieron en vista la defensa del derecho de los partidos a decidir la cuestión presidencial, sino que avanzaron formulando el explícito deseo de provocar lisa y llanamente la abdicación, por el Presidente de la República, de sus prerrogativas constitucionales y la transformación del Ejecutivo en un mero instrumento del Congreso a través de la instauración del régimen parlamentario. De una posición defensiva, se pasó a otra que tenía inconfundibles designios agresivos.
Esta nueva posición culminó el año 1890. El 2 de junio el Ministro Sanfuentes, designado jefe del Gabinete después de la renuncia a su presunta candidatura presidencial, se presentó al Senado a dar a conocer su programa; la oposición, haciendo gala de una descortesía y prepotencia sin precedentes, antes de oírlo y como si en el país existiera un régimen parlamentario, presentó por boca de Eulogio Altamirano un voto de censura, el que fue aprobado dos días después. En la Cámara de Diputados sucedió lo mismo el día 3; allí Enrique Mac Iver inició una violenta ofensiva contra el Gobierno; junto con exponer su tesis de que en conformidad a la Carta Fundamental el parlamentarismo era el sistema imperante, razón por la cual los Ministros debían contar con la confianza del Congreso para permanecer en sus puestos, presentó un proyecto de acuerdo que censuraba al Gabinete; este proyecto fue aprobado por 70 votos contra 1 y 4 abstenciones.
El Presidente rechazó las pretensiones de la mayoría congresista. Ateniéndose a los recursos legales que tenía en sus manos, mantuvo al Ministerio en su puesto; el precepto constitucional, al establecer como una de las atribuciones especiales del Presidente la de «nombrar y remover a su voluntad a los Ministros de despacho», le confería un fundamento para ello.
La lucha entre poderes quedó planteada con caracteres inusitadamente violentos; por la vía pacífica sólo había dos alternativas posibles; avasallamiento total del Presidente por el Congreso o rendición de éste ante aquél. Ninguno de los dos contendores estaba dispuesto a ceder; después del transitorio triunfo del Congreso en 1890, que mediante la negativa a discutir la Ley de Contribuciones logró imponer el Ministerio presidido por Belisario Prats, no quedó otra salida que la contienda armada. La fuerza resolvería el conflicto y las armas darían la razón a quien triunfara en el campo de batalla. Así, durante el segundo semestre del año 1890, Chile vivió uno de los momentos más tensos y dramáticos de su historia; desde el mes de agosto, un clima de violencias se hizo sentir en la vida política; mientras tanto, los opositores se cohesionaban y realizaban toda clase de preparativos para imponer la solución de la fuerza. A este respecto, numerosos antecedentes indican que los promotores de la guerra civil prepararon el estallido del conflicto con mucha anterioridad al 7 de enero de 1891; Ricardo Cox Méndez revela, por ejemplo, que desde octubre de 1890
«se habían formado comités y subcomités revolucionarios en Santiago» (6)
más todavía; este mismo autor señala que en el mes de agosto él se
«había puesto a las órdenes de cierto comité que funcionaba… en una casa de la calle de Agustinas;» (7)
estos organismos desarrollaban proyectos y actividades conspirativas que contemplaban, entre otras cosas, la rebelión dé las fuerzas armadas; debe recordarse, por otra parte, que con anterioridad al 1º de enero de 1891 ya estaba firmada por los miembros de la mayoría del Congreso el acta en virtud de la cual se deponía a Balmaceda ;por el decreto que éste dictó el 5 del mismo mes. No cabe duda, entonces, que quienes se proclamaron los defensores de la Constitución estaban actuando al margen de ella y habían tomado la decisión de vulnerarla mediante un golpe de Estado.
La forma cómo los círculos opositores ampliaron el frente de su lucha y el campo de sus objetivos, es sintomática de los propósitos que los guiaba; igualmente reveladoras son la enérgica beligerancia de que dieron muestras y la negativa a considerar -siquiera como base de discusión o estudio- las proposiciones de Balmaceda -entre ellas el proyecto de reforma constitucional- tendientes a zanjar el conflicto sin menoscabo de los contendores y sin sacrificio del país.
Ante esto, sólo cabe pensar que la oposición no pretendió mejorar nuestras instituciones, corregir ciertos vicios o contener los desbordes cesaristas de un Presidente al que se acusaba de autoritario ebrio de poder. Más que nada, esta oposición aspiraba a crear un orden político que salvaguardara convenientemente los intereses de sus miembros. Ya en páginas anteriores nos hemos referido a esto; se ha puntualizado que en 1889 empieza a deteriorarse la solidez del Gobierno de Balmaceda. Ese año se ataca con gran vigor y desde distintos ángulos el plan de obras públicas que estaba desarrollándose y se llega -incluso- a hacer severos recortes en el presupuesto correspondiente, al discutirse el Proyecto de Ley de Presupuestos de 1890; el mismo año, ante el anuncio de que no será posible apresurar la conversión metálica, ya que ella ¡ría en detrimento del proyecto de habilitación económica general del país, los banqueros logran que la Comisión de Finanzas de la Cámara presente un proyecto encaminado a efectuar tal conversión; más tarde, cuando la ruptura entre el Presidente y el Congreso era completa, en el Parlamento se aprobaron tres proyectos destinados a proteger a los bancos y a ampliar el radio de acción de los billetes bancarios; el año 89 se intensificó la oposición a la traída de inmigrantes y a la colonización del antiguo territorio araucano; finalmente, el mismo año, los círculos extranjeros y sus asociados expresaron su repudio a la política nacionalista que con respecto a las salitreras había formulado el Presidente.
Del análisis que hemos hecho en la segunda parte, y en el sub-capítulo titulado Oposición a la política económica de Balmaceda se deduce que lo que se deseaba fundamentalmente era provocar un profundo vuelco político con dos finalidades bien precisas: paralizar la obra que con tanto entusiasmo y dedicación era impulsada por Balmaceda, y capturar el poder del Estado para ponerlo al servicio de quienes se sentían amenazados con la transformación económica del país. Y quienes adoptaron esta posición envolvieron sus intenciones y ocultaron sus intereses con postulados ideológicos gratos a la opinión pública; en el fondo, lo que ellos querían era impedir la existencia de una autoridad superior a la suya y con orientaciones distintas de las que a ellos convenían.
Numerosos autores han emitido conceptos que hacen claridad sobre los motivos que alimentaba la oposición a Balmaceda y sobre la identidad de los promotores y usufructuarios de la guerra civil.
Rafael Egaña, en su obra «Historia de la Dictadura y de la Revolución de 1891» anota:
«La existencia de una candidatura oficial a la Presidencia de la República -delito tradicional en la política del país- dio motivo ostensible a la lucha empeñada entre el Congreso de 1888-91 y el Presidente Balmaceda… « (8)
Luego, este mismo autor agrega:
«No andaba errado el señor Balmaceda en culpar a las ambiciones personales y de grupos como causantes del conflicto político, y porque así era verdad, se engañaba profundamente al imaginar que un cambio de gabinete, como quiera que fuese, operado con exclusión de esas mismas ambiciones, seria eficaz para abatirlas.» (9)
Por último, Egaña añade:
«personificaban la resistencia a la dictadura las personalidades mas altas de la comunidad chilena en el nacimiento, en el talento, en la fortuna, en la industria, en la política, en el clero, en todas las esferas de influencia y de prestigio…» (10)
Fanor Velasco, en su estudio titulado «La Revolución de 1891» declara:
«… no logró descubrir la bandera de ninguno de los grupos actuales: no hay las grandes cuestiones que antes los dividía, y únicamente quedan hacinamientos de carácter personal.» (11)
Ricardo Salas Edwards, autor de uno de los trabajos más celebrados sobre la guerra civil escribe:
«El comercio y los elementos de trabajo del país vieron con satisfacción derrumbarse, aunque fuera por medios tan extraños a la legalidad, un régimen político tan defectuoso y un poder representativo que no reflejaba los verdaderos intereses nacionales.» (12)
En seguida, este autor agrega que de parte del Congreso estaba
«la numerosísima agrupación de partidos e intelectuales de mayor valía, unidos a los principales industriales y propietarios del suelo.» (13)
Ricardo Cox Méndez, en sus «Recuerdos de 1891» da a conocer en forma muy clara cuáles eran los grupos sociales que más decididamente integraban la oposición; por ejemplo, señala que en la oficialidad de su regimiento -el Esmeralda 7º de línea-
«figuraban los siguientes apellidos: Larraín Alcalde, Pinto Concha, Prieto Hurtado, Larraín y Larraín, Vial Solar, Barceló Lira, Morando Vicuña, Irarrázaval Lira, Larraín Lecaros, Pereira Eyzaguirre, Hurtado Larraín, García Huidobro, Larraín Mancheño, Quesney Mackenna, Hurtado Lecaros, Ortúzar Bulnes, Fuenzalida Castro.» (14)
Este mismo autor puntualiza:
«La oposición al gobierno de 1890 era la regla en la sociedad chilena; el ambiente social le era visible y palpablemente adverso.» (15)
Conviene tener presente que en Cox, lo mismo que en muchos otros autores de su mismo circulo y extracción social, los términos «sociedad» y «ambiente social» tienen una connotación restringida; en su lenguaje sólo designan aristocracia, clases dirigentes o clases acomodadas e influyentes.
En su obra «Balmaceda y el conflicto entre el Congreso y el Ejecutivo», Joaquín Rodríguez Bravo destaca el hecho de que
«tanto el comité revolucionario de la capital como los que a bordo de la escuadra dirigían el movimiento, habían sido informados que en Iquique la causa del Congreso contaba con adhesiones numerosas e influyentes, especialmente las colonias extranjeras que ofrecían su concurso sin reticencias ni timideces» (16)
El Encargado de Negocios de España en Chile, Arturo de Ballesteros, en comunicación enviada a su Gobierno el 1º de enero de 1891 explica que la oposición a Balmaceda está compuesta
» …de gente que no solamente tienen la energía necesaria para una revolución, sino que ademas cuentan con los mayores capitales del país.» (17)
Agrega este diplomático:
«el verdadero pueblo, aquel en nombre del cual hablan y protestan unos y otros, no se conmueve ni toma parte en la cuestión, siendo sus simpatías más bien por Balmaceda, durante cuyo Gobierno ha tenido paz, tranquilidad, trabajo bien retribuido y verdadera prosperidad material». (18)
El diario «Times» de Londres, el 28 de abril de 1891 publicó una información titulada «The Chilian Revolution», en el que decía:
«Es evidente que la mayoría del Congreso y sus partidarios -con mucha anterioridad a diciembre- se habían formado la idea de que una ruptura con el Ejecutivo y una tentativa revolucionaria eran inevitables. Y con la influencia de casi todas las familias terratenientes, de los ricos elementos extranjeros y del clero, no hay que sorprenderse que estimaran fácil la caída del Presidente. Además, habían conseguido el apoyo de la Marina y creían contar con gran parte del Ejército; por estas razones, no parecían dudar de que, al enarbolar la bandera revolucionaria, se daría la señal para que en todo el país se produjera un movimiento popular en su favor.
«Parte de estas previsiones se ha realizado. Las grandes familias, los grandes capitalistas nacionales y extranjeros, los mineros de Tarapacá, la flota y un. pequeño número de desertores del Ejército están con ellos. Pero la gran mayoría del pueblo chileno no ha mostrado signos de revuelta y los nueve décimos del Ejército permanecen leales al Gobierno establecido» (19)
Por último, un periodista inglés, Maurice Hervey, en un interesante libro que publicó en Inglaterra el año 1892 bajo el titulo «Dark days in Chile. An Account of the Revolution of 1891», indica que en contra de Balmaceda actuaban las clases adineradas y tradicionales de la sociedad chilena, en particular los terratenientes y los banqueros, y agrega que
«Balmaceda fue mirado con general adversión por los extranjeros residentes en Chile, especialmente por los británicos. Se sabía que sustentaba muchos puntos de vista que en ninguna forma eran consistentes con el ininterrumpido avance de intereses extranjeros. (20)
Los juicios transcritos pertenecen a personalidades decididamente partidarias del Congreso o a extranjeros a quienes se puede estimar imparciales. Estos conceptos tienen un valor extraordinario, toda vez que contribuyen a determinar con mayor precisión quienes fueron los promotores de la guerra civil. Ateniéndonos a ellos podemos establecer las siguientes conclusiones:
1. La actuación política de Balmaceda, sobre todo su pretendido autoritarismo y su intervención electoral, sólo dio el motivo ostensible -vale decir aparente- o el pretexto a la oposición y a la mayoría congresista para que plantearan el conflicto con el Ejecutivo.
2. Las ambiciones personales y de grupos -expresión en gran parte de intereses económico-sociales- que dominaban en los partidos y en el Parlamento, al no sentirse satisfechos ni interpretados por el Presidente de la República, dieron impulsos a la oposición y tuvieron una influencia decisiva en la promoción de ese conflicto.
3. Actuaron en contra de Balmaceda los siguientes elementos:
a] Las familias de los grandes terratenientes;
b] Los banqueros;
c] Los grandes empresarios comerciales, y
d] Los mineros del Norte Grande, nacionales y extranjeros. A ellos se agregaron numerosos intelectuales y políticos cuyos intereses económico-sociales, o cuyas posiciones ideológicas se identificaban con los de la aristocracia propietaria del suelo y con los de plutócratas nacionales o capitalistas extranjeros. El clero también se movilizó abiertamente en favor de la oposición. Como elemento tradicionalista, mantenía los más estrechos vínculos con la aristocracia y con el Partido Conservador; el clero era la fuerza que nutria ideológicamente al conservantismo y con su acción contribuía a sostener las bases materiales sobre las que reposaba el poder social, político y económico de la vieja aristocracia; además, no obstante que Balmaceda restableció la normalidad en las relaciones del Estado con la Iglesia, a los ojos del clero el Presidente aparecía como el campeón del liberalismo y como el político que había desempeñado un papel preponderante en la dictación de las leyes laicas durante el Gobierno de Santa María. Estos hechos explican que los hombres de la Iglesia, casi sin excepción, adhirieran incondicionalmente a la oposición y llegaran a ser decididos propagandistas de sus puntos de vista; durante la guerra civil, colaboraron eficazmente con las fuerzas congresistas y al término del conflicto no escatimaron homenajes a los rebeldes triunfantes (21), ni cesaron de cantar «tedeum» por «la liberación de la Patria», o de decir misas por el sufragio de las almas de los «miembros del ejército constitucional muertos en defensa de la libertad».
Debe recalcarse que las anteriores conclusiones emanan, en su mayor parte, de fuentes antibalmacedistas; ellas coinciden en señalar como integrantes de la oposición a Balmaceda precisamente a quienes -según se ha demostrado en páginas anteriores- tenían intereses amenazados por la política económica de ese Mandatario.
Por otra parte, si se examina el financiamiento de las fuerzas rebeldes, se confirma más claramente todavía la participación que muchos de los ya citados elementos tuvieron en la promoción y dirección de la guerra civil.
«Cuando a fines del año 1890 y principios del 91 se preparaban algunos elementos para la guerra que tendría que sobrevenir, los señores Agustín Edwards y Eduardo Matte remitieron a don Joaquín Edwards en Valparaíso, órdenes de pago por las sumas con que ellos contribuían para los gastos de los futuros acontecimientos.» (22)
Más tarde, Augusto Matte y Agustín Ross explicaron que hasta fines del mes de mayo de 1891, la Junta de Gobierno de Iquique financió sus gastos mediante la ayuda prestada por capitalistas chilenos y extranjeros;
«los gastos hechos en Europa durante los primeros meses de la revolución, en servicio de la causa del Congreso, fueron atendidos por nosotros (Matte y Ross) con fondos del Banco de A. Edwards y Cía. No obstante la importancia de las remesas enviadas desde Iquique a partir del mes de mayo de 1891, ellas no sólo no cubrieron esos desembolsos, sino que no alcanzaron a satisfacer las necesidades que se hacían sentir.» (23)
Los banqueros Edwards, Matte, Ross y otros figuraban como dirigentes de grupos políticos opuestos al Gobierno, fueron promotores de la guerra civil y más tarde, beneficiarios de ella; sin embargo, no dieron un solo centavo a la causa que defendían tan… desinteresadamente(!). En la citada Memoria de Matte y Ross encontramos el siguiente párrafo:
«Resolvimos entonces abrir una cuenta corriente a la Delegación del Congreso por los gastos que hiciéramos en su nombre y que ella nos reembolsaría tan pronto como su situación financiera lo permitiera, o bien, una vez restablecido el régimen legal en Chile.» (24)
Aportes semejantes fueron hechos por los dirigentes de la rebelión y todos ellos recuperaron los dineros prestados con los correspondientes intereses; para reembolsar estos dineros, en 1892 se autorizó al Presidente Jorge Montt la contratación de un préstamo bancario. Como expertos hombres de negocios, los banqueros hicieron de la guerra civil una buena «inversión»; no se equivocaba el diputado Juan Enrique Tocornal cuando el 15 de noviembre de 1892 preguntaba en el recinto parlamentario: «¿Qué habría sido de la Revolución de Iquique sin los bancos?»
En síntesis, se puede afirmar categóricamente que la mayoría congresista era la expresión inequívoca de bien definidos elementos económico-sociales. Este bloque -en sí bastante heterogéneo- no obraba bajo la influencia de impulsos ideológicos; su actuación estuvo guiada por el hecho de que sus intereses hacían frente a una fuerza renovadora que tendía a desquiciarlos como natural efecto de los profundos cambios que promovía en las bases de existencia material de la sociedad chilena. La oposición antibalmacedista no vibraba, pues, por razones de pura ideología ni se conmovía por situaciones de carácter político; sus actos fueron decididos y dirigidos por conveniencias de orden predominantemente económicas.
No obstante, el bando congresista supo revestir o encubrir sus verdaderos móviles con algunas fórmulas políticas atractivas al espíritu libertario que empezaba a arraigar en el común de la gente, pudo tocar una cuerda capaz de producir cierta resonancia en el ámbito nacional, difundiendo
«la idea, bien calculada para producir un fanatismo momentáneo, de que se luchaba por completar de una vez las libertades públicas, haciendo del país una de las primeras democracias del mundo. La oposición había encontrado, pues, un postulado capaz de hacer vibrar intensamente la pasión cívica.» (25)
Cualquier examen que se haga de las postulaciones de la oposición muestra que ellas tendían directamente a la substitución de un orden político adverso a sus intereses, por otro que los favoreciera en su integridad. Con razón, al término de la guerra civil, el Ministro de Inglaterra en Santiago podía informar a su Gobierno:
«La subida del Congreso al Poder eliminará los temores de muchas personas cuyos intereses estaban amenazados por el Gobierno del Presidente Balmaceda.» (26)
4. Apoyo de los ingleses a los promotores de la guerra civil.
Los círculos extranjeros, sobresaliendo entre ellos los británicos, dieron efectivo respaldo a la rebelión iniciada el 7 de enero de 1891. En un informe presentado a su Gobierno .por el Ministro de los Estados Unidos, se encuentran las siguientes afirmaciones:
«Puedo mencionar como un asunto de particular interés el hecho de que la Revolución cuenta con la completa simpatía, y en muchos casos, con el activo apoyo de los residentes ingleses en Chile… Es sabido que muchas firmas inglesas han hecho liberales contribuciones al fondo revolucionario. Entre otros, es abiertamente reconocido por los dirigentes de la guerra civil, que Mr. John Thomas North ha contribuido con la suma de 100.000 libras esterlinas». (27)
No se limitó a esto la colaboración de esos elementos; se extendió a diversos planos que demostraron ser de extremada utilidad y de positivo valor para el triunfo de los rebeldes. Así, en Chile los barcos mercantes ingleses, aparte de servir como medio de transporte de personas adictas al Congreso, prestaban vital asistencia a las fuerzas de Iquique, aprovisionándolas de toda clase de artículos -en particular alimentos y carbón-, como lo reconoció el Ministro Kennedy (28). No quedaron atrás en esta ayuda los barcos de guerra que el Gobierno inglés destacó en la costa chilena durante la conflagración; sus jefes, oficiales y tripulantes proporcionaron a la Junta de Iquique informaciones variadas, muchas de las cuales tenían, sin duda alguna, gran valor militar; incluso estos barcos de guerra solían transportar al Norte a opositores que se enrolaban en el llamado «Ejército Constitucional» (29).
Tan decidida cooperación fue conocida y reconocida por todo el mundo; Kennedy, al dar cuenta de la recepción que Jorge Montt le dispensó en la Moneda, expresa:
«él me dijo que los oficiales de S. M. estacionados en Chile habían sido sus verdaderos amigos desde el comienzo hasta el fin de la revolución y que ellos nunca dudaron de su fe en el triunfo del Congreso. El coronel Del Canto, a quien fui presentado, fue igualmente cordial en sus observaciones relativas a la abierta simpatía mostrada por los ciudadanos británicos a la causa de la oposición.» (30)
Hechos como los señalados permitieron al Ministro Kennedy explicar al Gobierno de Londres:
«No hay duda que nuestros marinos de guerra y la comunidad británica de Valparaíso y de toda la costa proporcionaron amplia ayuda material a la oposición y vulneró en muchas ocasiones la neutralidad.» (31)
Mientras esto sucedía en Chile, en Inglaterra se realizaba toda clase de gestiones ante el Gobierno de ese país para lograr de él -decisiones favorables a los rebeldes. Ernest Spencer, miembro de la Cámara de los Comunes, destacado dirigente del Comité Permanente del Nitrato que funcionaba en Londres y socio de John Thomas North, envió a Lord Salibusry -Ministro de Relaciones Exteriores- una apremiante nota pidiendo que se prohibiera el envío de armas a Balmaceda, ya que si éste las recibía,
«los resultados, sin duda, serán muy serios para los intereses británicos en Chile, los cuales con toda probabilidad permanecerán o caerán según sea la fortuna del partido del Congreso.» (32)
Actuaciones semejantes tuvieron Frank Evans y James Duncan, ambos miembros de la Cámara de los Comunes (33) y numerosas otras personalidades. Entre los numerosos documentos presentados al Foreign Office en estos términos, es de interés uno del periodista R. L. Thompson, que escribía en el «Times» y en el que se lee lo siguiente:
«El Partido Congresista está principalmente y primariamente compuesto de amigos de Inglaterra y representa todos los elementos conservadores y adinerados, lo mismo que a la inteligencia del país.» (34)
En las columnas de la prensa londinense se publicaron virulentos ataques al Presidente de Chile, en los que se le presentaba como un tirano de la peor especie; ejemplos de ellos son dos . aparecidos en «The South American Journal bajo los títulos de «Las carnicerías de Balmaceda» y «El verdadero carácter de Balmaceda» (35). Por estos medios se justificaba ante la opinión pública británica una causa que era favorable a los capitalistas de esa nacionalidad.
La actitud parcial observada por los ingleses en el curso de la guerra civil se tradujo en el más vivo regocijo al ser derrotado Balmaceda.
«La comunidad británica en Chile -informaba Kennedy- no hace secretos de su satisfacción por la caída de Balmaceda, cuyo triunfo, se cree, habría envuelto serios perjuicios a los intereses comerciales británicos.» (36)
Todo lo anteriormente expuesto explica que al término de la guerra civil las fuerzas triunfantes del Congreso hubieran tributado a los británicos las más cálidas manifestaciones de apreció y gratitud; en septiembre de 1891, Jorge Montt ofreció un banquete a los marinos del buque de guerra Champion; en esa oportunidad, el Jefe Provisional del Gobierno de Chile
«me dijo -informa Kennedy- que él no podía hacer lo suficiente para expresar su gratitud a los oficiales navales de S. M. por su firme simpatía y servicio hacia la flota chilena desde los comienzos de la revolución. Nosotros los británicos estamos ahora en un tremendo favor en todas las clases». (37)
Llama la atención observar que los dirigentes de las fuerzas opositoras reiteradamente expresaron que su lucha contra Balmaceda tendía a brindar protección a los intereses británicos en Chile; es decir, ellos no ocultaron el hecho de que su agresión contra el Gobierno de la República era favorable al imperialismo inglés. Por ejemplo, Agustín Ross, en sus gestiones realizadas ante el Foreign Office hacía notar
«que era muy importante para los intereses comerciales ingleses que el partido congresista obtuviera un decisivo triunfo y expresaba que el Presidente Balmaceda estaba bajo la influencia de Mr. Egan, el Ministro de los Estados Unidos, y era hostil a los comerciantes británicos». (38)
Por otro lado, esos mismos dirigentes, al procurar -ante la Legación de Gran Bretaña en Santiago- que se les reconociera la calidad de beligerantes,
«expusieron razones políticas, comerciales y humanitarias en favor del reconocimiento; ellos argumentaban que la oposición representaba las clases adineradas e inteligentes de Chile, que buscaban en Gran Bretaña y Europa el dinero y los barcos, las manufacturas y toda clase de artículos; que ellos tenían relaciones con los capitalistas ingleses y deseaban alentar la inversión de capital extranjero en Chile, en tanto que el Presidente Balmaceda era opuesto a los extranjeros y al capital extranjero y estaba buscando el medio para restringir las operaciones del comercio internacional y favorecer los planes de los Estados Unidos en Chile.» (39)
Según información publicada en The South American Journal el 30 de septiembre de 1893,
…el partido opuesto a Balmaceda envió a Europa emisarios, quienes nos aseguraron, con dulces palabras, que Chile volvería a los buenos tiempos pasados, durante los cuales el capital extranjero -fuera en ferrocarriles, bancos o propiedades salitreras- sería considerado sagrado.
«Ayuda, ayuda material y toda la simpatía extranjera fue ampliamente otorgada a los partidarios del Congreso, y los extranjeros sin excepción, se alegraron con la caída de Balmaceda casi tanto como los chilenos mismos».
Los antecedentes dados a conocer -y que se han recogido en el Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña- arrojan plena luz sobre la participación de los ingleses en la contienda del 91. De ellos se desprende que en este episodio de nuestra historia también tuvieron un papel preponderante fuerzas foráneas que se sentían inquietas por el giro que la vida económica chilena adquiría durante la Administración Balmaceda. No puede dudarse que los elementos económicos y humanos constitutivos del imperialismo inglés, se movilizaron contra la política nacionalista que estaba en desarrollo, prestando decidido respaldo a los elementos proimperialistas de Chile.
5. Actitud de Balmaceda frente a la oposición.
Uno de los rasgos característicos de Balmaceda fue su sagacidad política; como pocos estadistas de nuestro país, él tuvo un pleno conocimiento de las fuerzas que actuaban a su alrededor y de los propósitos que las guiaba; leía con claridad las entrelineas de las ostentosas, declaraciones doctrinarias y percibía el fondo de las actitudes individuales, de los movimientos colectivos y de las variadas situaciones que iban creándose. Por otro lado, pocos estadistas chilenos han tenido una noción tan clara de sus responsabilidades como gobernante y una tan decidida voluntad de realizar su plan de Gobierno. En su conciencia, esto último estaba identificado totalmente con sus más caras y legítimas ambiciones; a la realización de su programa -espléndido programa para el país- estaba dispuesto a subordinarlo todo, pues, por sobre todas las cosas, él anhelaba el rápido progreso de Chile mediante el adecuado aprovechamiento de las condiciones favorables que entonces se presentaban. Como una personalidad dotada de estos rasgos actuó Balmaceda desde la Presidencia de la República.
Su primer empeño consistió en cohesionar fuerzas en torno suyo, transigiendo incluso en cuestiones subalternas con tal de disponer de elementos que lo secundaran; procuró seriamente la integración de los distintos grupos liberales para tener una sólida base de sustentación. Ante las dificultades para lograr este objetivo, modificó continuamente su gabinete, dando en él participación a los grupos más representativos e influyentes (40); en el lapso de treinta y cuatro meses tuvo seis gabinetes, es decir, uno por cada seis meses más o menos. Esta rotativa no alteró su política económica, lo cual indica que ella, en general, se ajustaba a directivas emanadas del Presidente.
A pesar de todos los esfuerzos desplegados, Balmaceda no logró sus objetivos; no pudo contar con un equipo poderoso, sólido y coherente que se identificara plenamente con sus propósitos. La razón de ello era muy simple: todos los grupos políticos, con excepción de un reducido núcleo, estaban trabajados por ambiciones de individuos y de grupos; además, eran baluartes en los cuales operaban elementos que resistían -primero sordamente y después en forma abierta- a las orientaciones que el Presidente daba a su Gobierno, sobre todo en asuntos de orden económico.
A partir del año 89, la base política del Gobierno se empieza a quebrantar gravemente. Balmaceda era consciente de las causas que motivaban la crisis en desarrollo y comprendió los serios peligros que ella entrañaba. De ahí que redoblara sus afanes por entenderse con todos y con cada uno de los grupos liberales, a los que intentó atraer mediante concesiones que no perturbaran el espíritu ni los proyectos de su administración. Quiso superar la crisis en marcha, pero no tuvo éxito.
Eran demasiado profundas las diferencias entre el Presidente y los partidos; sus distancias, en vez de abreviarse, se ensanchaban cada vez más. Por lo que se ha visto en páginas anteriores, los intereses económicos que tenían a los partidos como obedientes portavoces, se hallaban en una posición irreductiblemente antagónica con los propósitos presidenciales. No había, pues, base de entendimiento mientras el Presidente perseverara en su política; la armonía hubiera podido restablecerse sólo mediante la entrega total del Presidente a los partidos que contaban con la infranqueable trinchera de la mayoría parlamentaria. Tal cosa era imposible; Balmaceda no podía renunciar a sus anhelos de progreso nacional ni podía paralizar una acción profundamente innovadora sólo para dar satisfacción a elementos retrógrados que, por consideraciones mezquinas, subestimaban las conveniencias de la nación.
Se colocó en esta posición no por orgullo, vanidad o ceguera, sino porque sabía muy bien cuál era la calidad de sus contendores y porque tenía conocimiento de los nefastos fines que perseguían. A este respecto, en una oportunidad escribió estas lapidarias palabras:
«El Congreso es un haz de corrompidos. Hay un grupo a quien trabaja el oro extranjero y que ha corrompido a muchas personas.
«Hay un hombre acaudalado que ha envilecido la prensa y ha envilecido los hombres.
«Las fuerzas parlamentarias han fluctuado entre vicios y ambiciones personales.
«El pueblo ha permanecido tranquilo y feliz, pero la oligarquía lo ha corrompido todo.» (41)
Algunos meses más tarde, cuando ya el país se encontraba en plena guerra civil, Balmaceda decía:
«Estamos sufriendo una revolución antidemocrática iniciada por una clase social centralizada y poco numerosa, y que se cree llamada por sus relaciones personales y su fortuna a ser agrupación directiva y predilecta en el Gobierno.» (42)
He aquí los juicios que Balmaceda se había formado de la oposición. Y como se ha demostrado a lo largo de este libro, tales juicios tenían indiscutibles fundamentos.
De lo dicho se deduce que la actitud de Balmaceda estuvo informada por dos órdenes de consideraciones: a) la necesidad de llevar adelante sus planes de Gobierno, y b) el conocimiento profundo de los componentes de la oposición y de sus móviles. Primero trató de atraer a los opositores, aunque no tuvo éxito; quiso luego neutralizarlos, pero sus tentativas también fallaron. Urgido a que se rindiera incondicionalmente ante el Congreso, se negó a hacerlo; no podía entregarse ni entregar el Gobierno a quienes pretendían paralizar una acción altamente creadora destinada a solidificar la estructura económica nacional y a asegurar su progreso independiente, a favorecer el desarrollo cultural del país y a establecer condiciones propicias para sus transformaciones sociales y políticas. De esta manera, no quedó a Balmaceda otro camino que enfrentar a la oposición y aceptar el reto que le lanzaba.
6. Fuerzas a las cuales se vinculó Balmaceda.
En la época en que Balmaceda asume la Presidencia, hay dos órdenes de fuerzas actuando en el país; por un lado, están los antiguos terratenientes, la burguesía comercial y bancaria y el imperialismo inglés. Estos elementos eran algo así como una todopoderosa trinidad que obstruía las posibilidades de desenvolvimiento de la economía nacional; su presencia y su acción tendían a perpetuar las relaciones feudales imperantes en el campo, a hacer de Chile un campo propicio a la expansión británica y a subordinar el país a los designios del imperialismo. Eran, en una palabra, factores de retraso, fuerzas que derivaban su preponderancia de la conservación de las condiciones económicas y sociales existentes. Por esto precisamente es que la política económica realizada entre los años 1886 y 1889 provocó resistencias y alentó una oposición fuerte que actuó con tenacidad y decisión y que llevó la protección de sus intereses hasta el extremo de recapturar la dirección política del país por medio de la violencia.
En oposición a los sectores mencionados, existían diversas capas sociales que se habían venido constituyendo en el curso de la evolución experimentada por Chile a lo largo del siglo; ellas representaban intereses económico-sociales contradictorios, con los que -en conjunto- tenían absoluto predominio en todas las esferas de la vida nacional. Entre estos núcleos, incipientes y débiles todavía, podemos mencionar los siguientes:
1. La burguesía industrial. Ya en los comienzos de la segunda mitad del siglo, surgió una burguesía industrial que a costa de grandes esfuerzos y venciendo obstáculos de toda índole, había logrado montar algunas industrias, varias de las cuales tenían cierta magnitud. Este conglomerado social había dado a conocer con bastante insistencia las posibilidades industriales de Chile y predicaba la necesidad de que estas actividades se establecieran; interpretando a estos elementos, «El Mercurio» del 12 de julio de 1861 editorializaba en los siguientes términos:
«Mientras más se observan los fenómenos que emanan de la industria, mayor es la admiración que nos arranca y el aprecio que nos merecen los pueblos que a ella se dedican; mientras mayor es también la compasión y la diferencia con que se mira a aquellos que no la ejercen.»
El mismo periódico, el 2 de febrero de 1860 recalcaba la conveniencia de
«levantar fábricas, de construir talleres y de hacer nacer, en una palabra, la industria de que carecemos aún».
Sin embargo, las condiciones en que se encontraba el país no eran propicias para tales esfuerzos. Aparte de la escasez de capitales, el desarrollo industrial se vio interferido, en aquella época, por la inmadurez general que presentaba la estructura económica chilena, por el predominio que había adquirido el capitalismo inglés empeñado en que conserváramos la calidad de centro productor de materias primas y consumidor de artículos manufacturados, por la supervivencia de un régimen agrario con caracteres típicamente feudales y por los vínculos que unían al grueso de los comerciantes y banqueros chilenos con los capitalistas ingleses, vínculos a través de los cuales, aquellos lucraban con el comercio de artículos importados y con la exportación de materias primas. Todo esto, más la presión británica, influyó de un modo muy decisivo para que, en el Gobierno de Manuel Montt, el Estado chileno adoptara una política librecambista, razón que promovió el interés por contratar a Courcelle-Seneuil como asesor del Ministerio de Hacienda y Profesor de Economía Política en la Universidad de Chile.
A pesar de este clima adverso, la incipiente burguesía industrial perseveró en sus afanes; aprovechó las escasas oportunidades favorables que se le presentaban y logró desempeñar un papel de cierta significación en la economía nacional. Contra el libre-cambismo, preconizó -infructuosamente- una política proteccionista.
«En ninguna época como la presente -escribía «El Mercurio» el 27 de julio de 1860- ha habido tanta necesidad de procurar el desarrollo de las industrias por medio de una protección decidida, porque a ellas está vinculado el porvenir del país y si para ello no echamos mano de los recursos con que contamos, vendrá a ser impotente el propio empuje de los pueblos y la decadencia y la ruina seguirán a la impotencia».
La Guerra del Pacífico abrió nuevas posibilidades al desarrollo del capitalismo industrial chileno. Las fuerzas sociales vinculadas a él redoblaron las iniciativas encaminadas a tales fines. Se constituyó la Sociedad de Fomento Fabril, se establecieron algunas nuevas industrias y tomó gran empuje el movimiento de opinión encaminado a substituir el librecambismo por una política proteccionista; de este modo, el 14 de julio de 1886, un diputado podía decir en la corporación de que formaba parte:
«Esta proposición me lleva, señor, a plantear ante la Cámara la cuestión del sistema proteccionista en contraposición al sistema de libre cambio. Dentro y fuera de la Cámara hay partidarios decididos del último, o más bien dicho, la mayoría de los hombres que se ocupan de estas materias son partidarios del libre cambio. Con todo, habré de manifestar ante la Cámara, aunque sea en pugna con la corriente general de libre cambistas, mis opiniones al respecto… creo que un país como Chile, que no tiene capitales reunidos, que carece -puede decirse- de industrias, que encierra una población tan escasa, necesita del sistema proteccionista, de una protección decidida que auxilie al niño en la lucha contra el hombre formado.» (43)
El proceso de industrialización que se preconizaba tenía profundas implicaciones; como se ha visto en otras páginas, tendía a alterar hasta en sus cimientos los caracteres que presentaban la economía y la sociedad chilenas; es obvio entonces que los planteamientos hechos en el sentido indicado no encontraran favorable acogida entre quienes estaban empeñados en mantener a la. sociedad chilena sin modificaciones.
2. La clase media. Esta capa social se gestó en Chile a mediados del siglo XIX con los caracteres de una clase económicamente subordinada que obtenía sus medios de vida de la venta de su trabajo intelectual. Estaba constituida por elementos que desempeñaban cargos subalternos en la Administración Pública o que prestaba sus servicios en el comercio, en los bancos y en la minería; su situación económica era, por tanto, precaria; como clase subordinada, sus componentes eran objeto de menosprecio por parte de los miembros de las clases dirigentes; en forma despectiva, se les calificaba de «rotos metidos a gente», «medio-pelos» o «siúticos».
Semejante situación de inferioridad social, hizo que en la clase media prosperaran anhelos reformistas y democráticos que nada tenían de común con el conservantismo de la aristocracia, y que eran mucho más avanzados que el liberalismo burgués; la clase media constituyó, en consecuencia, un importante fermento de renovación social.
Los cambios económicos ocasionados por la Guerra del Pacífico, facilitaron el aumento de esta capa intermedia; el mismo efecto produjo el incremento que experimentó la burocracia durante los gobiernos de Santa María y Balmaceda como consecuencia de las nuevas y más amplias funciones desempeñadas por el Estado en la vida colectiva; contribuyó todavía a este resultado él impulso vigoroso recibido por la educación pública en todas sus ramas, ya que con ello se abrieron nuevas perspectivas para que jóvenes de extracción proletaria, campesina o artesanal se capacitaran para servir funciones en que el ejercicio de facultades intelectuales es predominante.
De interés resulta constatar que en la década 1880-1890, los anhelos reformistas de la clase media, además de robustecerse, se enriquecieron apreciablemente; no sólo expresaron avanzadas concepciones políticas; sostenían también, novedosos puntos de vista de carácter económico que implicaban solución a problemas que aquejaban al país o que interpretaban con bastante acierto las apremiantes necesidades que se hacían sentir por esa época. Muy ilustrativos son los siguientes párrafos de un artículo escrito por Malaquías Concha el año 1885, cuando todavía era militante del Partido Radical:
«… no podemos dejar de considerar como punto esencial de nuestra doctrina la creación de un sistema de economía nacional que nos independice de la dominación que a este respecto ejercen sobre nosotros las naciones extranjeras y que, haciéndonos prósperos y felices en el interior, nos permita conservar puro y sin mancilla el depósito sagrado de la libertad… Sostendremos la protección a las industrias nacionales como medio para alcanzar la educación industrial y el grado de poder productivo que ostentan las naciones más adelantadas.» (44)
3. El proletariado. También a partir de la segunda mitad del siglo, se observa la formación y el desarrollo de la clase obrera chilena. Es una clase compuesta de trabajadores que se vincula a las actividades económicas de tipo capitalista que se desarrollan en el país; en ellas participa vendiendo su fuerza de trabajo. Las condiciones de vida y de trabajo del proletariado fueron en extremo precarias como resultado de la brutal explotación de que se le hacía objeto; esto motivó una actitud de rebeldía que tuvo reiteradas manifestaciones con anterioridad a 1879.
Después de la Guerra del Pacífico el proletariado creció de una manera considerable; su desarrollo recibió el estímulo de la expansión económica lograda por el país y también de la acción constructiva del Gobierno de Balmaceda; día a día se enrolaban en las filas proletarias grandes cantidades de campesinos que abandonaban la servidumbre rural para convertirse en obreros en los trabajos públicos, en las minas y en las ciudades en general.
Su condición de clase explotada no se modificó; y así se explican las enérgicas luchas reivindicativas que sostuvo contra sus explotadores, principalmente los empresarios extranjeros de la región salitrera (45); entre estas luchas se destacan las grandes huelgas generales que hubo en Tarapacá y Antofagasta en julio de 1890, y que figuran entre los mayores movimientos de esta índole que se han producido en la historia de Chile. Esa misma explicación tiene el hecho de que en 1887, con participación de elementos proletarios, artesanales y de clase media se hubiera constituido el Partido Democrático.
Este grupo político, expresión de las intereses populares, levantó postulaciones favorables a la industrialización de Chile y al desarrollo independiente de la economía nacional. En el artículo 8º de su primer programa se puede leer lo que sigue:
«Reforma de nuestro régimen aduanero en el sentido de establecer la más amplia protección a la industria nacional, liberando la materia prima, recargando las manufacturas similares del extranjero y subvencionando las industrias importantes, los descubrimientos útiles y los más acabados perfeccionamientos industriales»;
estas disposiciones programáticas se complementaban con las contenidas en el artículo 3º que dice:
«Instrucción obligatoria, gratuita y laica. Combinación de la enseñanza literaria con el aprendizaje de algún arte u oficio. El Estado debe mantener en cada capital de provincia, por lo menos, escuelas profesionales y museos industriales.»
Las luchas reivindicativas del proletariado, especialmente las que libraba contra los empresarios extranjeros del salitre, y los postulados programáticos del Partido Democrático -su primera organización política- hacen de esta clase social una fuerza dinámica esencialmente renovadora; su acción tendía a favorecer el cambio social y político en un sentido auténticamente democrático y genuinamente protector de los intereses nacionales.
Los grupos sociales recién mencionados, no obstante su diversidad y aún las contradicciones que entre ellos existían, estuvieron animados de ciertas aspiraciones comunes; tal vez, con más corrección pudiera decirse que sus respectivos intereses de clase eran coincidentes en la necesidad de lograr ciertos objetivos que resultaban ser metas comunes susceptibles de ser alcanzadas siguiendo caminos también comunes. Estas fuerzas aparecían empeñadas en apresurar la evolución del país; trazaban nuevos derroteros y abrían posibilidades capaces de producir una superación neta del estado en que se encontraba la República. Así, pretendían hacer de Chile un país industrial y acrecentar sus fuerzas productivas; aspiraban al perfeccionamiento de nuestras instituciones mediante una efectiva democratización de ellas; querían el fomento, la diversificación y la modernización de la educación pública; además, tenían pugnas tajantes con los intereses extranjeros representados por el imperialismo inglés. En una palabra -repetimos- buscaban la superación de las condiciones económicas, sociales, políticas y culturales existentes, lo cual las identificó con el progreso de la nación, con el porvenir de ella. De ahí su antagonismo profundo con los elementos que pretendían la conservación del estado de cosas vigente como una manera de preservar las posiciones de absoluto predominio que él les proporcionaba sobre la sociedad chilena en su conjunto.
A pesar de su pujanza y dinamismo, eran todavía débiles. Fuerzas nacientes, que recién se constituían, se desenvolvían dificultosamente y ocupando un lugar secundario dentro de un conglomerado social y de una estructura económica que les era adverso. Carecían de la potencialidad, de la prestancia y del influjo de que disponían los terratenientes, la burguesía comercial y bancaria y el imperialismo.
Frente a los dos órdenes de fuerzas que hemos diseñado, Balmaceda debió asumir una actitud; entre ambas, debió realizar una elección. Y esto lo hizo siguiendo los dictados de su conciencia y de su ideología, teniendo como criterio sus ansias de acción fecunda y sus anhelos renovadores; hizo su elección, además, después de haber aquilatado -quizás intuitivamente- lo que una y otra fuerza significaban para el desarrollo del país. Fue así como se decidió por quienes favorecían la continuidad -más acelerada- de la evolución que había colocado a Chile en un lugar destacado entre las naciones latinoamericanas. Llegó -por tanto- a identificarse con esa especie de vanguardia representada por sectores todavía débiles, pero que constituían la mayor reserva de energías en potencia de que disponía la nación para avanzar hacia el futuro y alcanzar una etapa superior de desarrollo. Balmaceda asimiló los puntos de vista de esos sectores, interpretó sus intereses y se transformó en su portavoz y abanderado.
Balmaceda no fue entonces un estadista aislado de la realidad social y económica de su tiempo; tampoco fue un ideólogo puro, ni mucho menos un utopista que con sus intuiciones geniales se adelantó a su época. No estuvo marginado -como un espectador pasivo- de los antagonismos sociales en acción, de la lucha que tales antagonismos generaba; no era indiferente al desenlace de esa lucha ni a los resultados que ella podía tener para el país. Sus proyectos y sus obras fueron un producto elaborado de las aspiraciones sustentadas por los -grupos sociales a los cuales vinculó su nombre. Su Gobierno -en particular su política económica- pudo ser uno de los más fructíferos con que ha contado la República en toda su historia, precisamente porque realizó iniciativas convenientes a los intereses de las clases sociales que representaban el progreso nacional.
La oposición a Balmaceda se plasmó como una reacción a las orientaciones que él dio a su Gobierno. Tal oposición no iba dirigida contra la persona del Primer Mandatario, sino contra los elementos económico-sociales que él audazmente encabezaba y de cuya voluntad era un valiente y decidido ejecutor. De esta manera se explican la composición y los móviles de las fuerzas opositoras; así se explica, por otro lado, que terratenientes, banqueros, comerciantes y abogados de empresas extranjeras de filiación liberal, que fueron amigos de Balmaceda, que contribuyeron a ungirlo Presidente de la República y que aun compartieron con él responsabilidades de Gobierno, lo abandonaran gradualmente hasta romper con él de un modo definitivo en el curso del año 1889; así se explica, finalmente, que continuaran respaldándolo con la máxima decisión esos hombres nuevos que componían la burguesía industrial y la clase media.
Estos elementos carecían de arraigo social y de nombres ilustres; Rafael Egaña los conceptúa como
«gente de posición indefinida, sin títulos para entrar en la alta sociedad, pero con pretensiones de sobreponerse al bajo pueblo y que, mantenidos forzosamente a gran distancia de la una y alejándose voluntariamente del otro, sin lazos con ninguno, forman una especie particular y característica de individuos a quienes se ha convenido en denominar siúticos.» (46)
Eran, como se ha indicado, una fuerza todavía secundaria en la vida del país y sólo durante la Administración Balmaceda comenzaron a desempeñar algún papel en la dirección del Estado; refiriéndose despectivamente a este hecho, Isidoro Errázuriz explicaba que los funcionarios de la Administración balmacedista no eran
«sino simples tipos de un grupo audaz del medio pelo de ciudades y aldeas, adueñados transitoriamente y así como de sorpresa de los destinos públicos.» (47)
Durante el Gobierno de Balmaceda, la clase obrera experimentó un notable crecimiento y comenzó en forma más sistemática y organizada a luchar por el mejoramiento de sus condiciones de vida y de trabajo. Frente a estas luchas, el Gobierno actuó sin poner el aparato represivo del Estado al servicio de los explotadores, y procurando incluso que se diera alguna satisfacción a las demandas de los trabajadores. Al proceder así, Balmaceda era consecuente con un pensamiento que había dado a conocer en su discurso-programa del año 1886, de acuerdo con el cual era preciso propender a una mejor remuneración de los trabajadores (48). En el mes de julio de 1890, se produjeron las grandes huelgas generales de Tarapacá y Antofagasta; en esa ocasión, Balmaceda se abstuvo de disponer medidas «protectoras del orden, de la vida y de la propiedad» solicitadas por los salitreros del Norte; en cambio, incitó a éstos a que atendieran las peticiones de los obreros. Semejante acritud mereció los más agrios reproches de la oposición, llegándose hasta sostener que Balmaceda había instigado tales movimientos para «atraerse a la rotada», según el decir de la época. Esta conducta del Presidente y la simpatía con que observó la formación del Partido Democrático, creó en las clases trabajadoras un sentimiento de admiración hacia Balmaceda. Al estallar la guerra civil, los trabajadores carecieron de suficiente claridad y no estaban convenientemente organizados para decidir qué partido debían tomar. A -pesar de sus simpatías por Balmaceda, permanecieron en general indiferentes frente al conflicto; recuérdese a este respecto el párrafo -ya citado en otras páginas- de la comunicación que el Encargado de Negocios de España envió a su Gobierno el 1º de enero de 1891; además, téngase presente el comentario del diario «Times» de Londres -también ya citado- según el cual «la gran mayoría del pueblo chileno no ha mostrado signos de revuelta».
Y porque el pueblo adoptó esta posición, es que resistió incorporarse a las fuerzas rebeldes; los dirigentes de ella debieron usar toda clase de presiones, incluso algunas violentas, para formar el llamado «Ejército Constitucional»; el Ministro norteamericano en Santiago, en nota a su Gobierno, decía que
«los gerentes y superintendentes de las oficinas inglesas en Tarapacá urgían a sus trabajadores a unirse a los revolucionarios, prometiéndoles $ 2 por día durante el período de su servicio y al mismo tiempo, amenazándolos con dejarlos cesantes y que a menos que se unieran (a los rebeldes) ellos nunca volverían a tener trabajo en Tarapacá.» (49)
Estos procedimientos para reclutar fuerzas, favorecieron la deserción en alta escala, como lo insinúa Cox Méndez en sus «Recuerdos de 1891»; además, apenas terminada la guerra civil, provocaron verdaderos actos de rebeldía entre los soldados. (50)
Cuando la querella entre el Gobierno y el Congreso alcanzó contornos agudos y se vislumbraba el estallido de un conflicto armado, la base de sustentación de Balmaceda era bastante sólida. Además del apoyo activo que le brindaban la burguesía industrial y la clase media, contó con la adhesión -pasiva- de la clase obrera; estos elementos, en conjunto, representaban una porción substancial de la población del país. Contribuía a la fortaleza de la posición del Gobierno, el prestigio de que gozaba en todas partes por las valiosas obras de progreso que había realizado o que estaban en vías de ejecución. Finalmente, Balmaceda tenía a su disposición los instrumentos de poder y de fuerza que proporciona el Gobierno.
Frente al Gobierno, la oposición era débil. Es cierto que ella estaba constituida por los grupos económico-sociales más poderosos del país y que la respaldaban eficazmente los capitalistas y empresarios extranjeros. Es cierto también que trató de atraer a otras capas de la población presentándose como la defensora de, la libertad y de la democracia; sus propagandistas, usando de la prensa, del púlpito y de los mil recursos de que disponen los grupos dirigentes, se encargaban de hacerla aparecer como empeñada exclusivamente en
«reprimir la acción desatentada de gobernantes que violan más que la letra, el espíritu de nuestras leyes con el deliberado intento de arrebatarnos nuestros derechos electorales, de sojuzgarnos para siempre y de imponer en el suelo libre de Chile una dictadura absoluta, irresponsable y degradante.» (51)
Es cierto, además, que por su influencia social, la oposición tenía bajo su control una numerosa clientela compuesta de empleados, obreros e inquilinos sobre los que podía ejercer presión para aumentar el potencial humano y la fuerza social que la respaldara. Es cierto, por otra parte, que la oposición tenían en sus manos la fuerza del dinero el que -bien se sabe- posee una utilidad grande en cualquier tipo de empresa. Es cierto, por fin, que la oposición capitalizó la animadversión con que los católicos militantes y organizados miraban a Balmaceda por su participación destacada en la dictación de las leyes laicas del Gobierno de Santa María; Cox Méndez, señala que la oposición a Balmaceda
«puede considerarse en parte como una repercusión lejana de los odios engendrados en 1882-83.» (52)
En suma, las fuerzas opositoras llegaron a ser una poderosa coalición de intereses económico-sociales que logró captar -por medio de la propaganda política, de las convicciones religiosas, de la presión social y del dinero- la voluntad de muchos elementos, algunos de los cuales -honestamente- fueron seducidos por la justicia aparente de los postulados que proclamaba. Dicho sea de paso, es preciso recalcar que los hombres de clase media o de extracción popular que adhirieron a los promotores de la guerra civil, fueron, naturalmente, mirados en menos por la «élite» dirigente de la rebelión; muy significativas son a este respecto las siguientes palabras de Cox Méndez:
«Se pensará, tal vez, que ellos no eran capaces de comprender la grandeza y la belleza de su causa. Es muy posible. Pero, si no la comprendieron, la adivinaron y, como sus oficiales, le ofrecieron el obscuro sacrificio de sus modestas vidas.» (53)
A pesar de lo expuesto, la oposición era débil, representaba una minoría de la nación. Esto permite comprender un hecho característico de la contienda del 91: en ningún punto del país ni en ninguna ocasión, hubo pronunciamientos populares o movimientos de masas tendientes a secundarla; aún en los días más álgidos de la guerra civil y cuando el triunfo del Congreso aparecía como un hecho indiscutible, la totalidad de la población -con excepción, por supuesto de los rebeldes- permaneció tranquila, dando así su respaldo al Gobierno.
En estas circunstancias, los promotores de la guerra civil se vieron precisados a actuar en la forma que lo hacen los grupos minoritarios que pretenden la conquista del poder político por medio de la violencia: debieron recurrir a la conspiración silenciosa que, para tener algún éxito, necesitaba conseguir el auxilio de fuerzas armadas. Fracasaron estas tentativas en el Ejército y sólo pudieron comprometer a unos cuantos oficiales de alta graduación, entre ellos a los coroneles Del Canto y Körner. Tuvieron, en cambio, acogida en la Escuadra la que bajo el mando de Jorge Montt se sublevó el 7 de enero de 1891.
El dominio absoluto sobre el mar, la conquista de las provincias del Norte, el uso de armamentos más modernos, especialmente del fusil Raulich, y la colaboración de elementos extranjeros, inclinaron gradualmente en favor de los rebeldes el desenlace de la guerra civil. Una minoría que puso a su servicio el poder naval, que manejó con destreza el poder económico y que fue secundada por intereses foráneos, pudo conseguir la victoria tras larga, sangrienta y destructora lucha. Balmaceda y los elementos progresistas que él representaba fueron abatidos implacablemente.
¿ Por qué hablan de contrarrevolución?